Casi, casi que se contaban con los dedos de la mano. Sí, aunque “aljibe” y “casa colonial” sean, cuanto menos, una asociación directa. Ocurre que su construcción costaba una buena moneda, sin contar que el asunto no era moco de pavo: la cercanía a los pozos ciegos y letrinas era siempre un arma de doble filo. Si el contenido de uno pasaba a los fondos del otro… He aquí el quid de los aljibes porteños y su escasa supervivencia. Pero que los hay, los hay. Y desde estas líneas les echamos lupa.
Sacando chapa
Mire si los aljibes habrán sido un buen símbolo de status, que no faltaron quienes, ya en el siglo XX, cuando la provisión de agua corriente era un hecho, construyeron réplicas de los viejos aljibes porteños en sus patios. Lo que se dice, mera cuestión ornamental, ya que éstos no tenían pozo; pero sí el prestigio necesario como para poder “chapear” de lo lindo. ¡No vaya a creer que por improductivos resultaban baratos! Nada de eso. Ni aun sin ser aljibes propiamente dichos se tornaban accesibles. Si hasta el contrato con el constructor se hacía ante escribano público… ¿Motivos del salado presupuesto? El diseño era uno de ellos. Puesto que los aljibes verdaderos, aquellos cuya profundidad variaba entre los seis y diez metros, poseían un brocal que, primitivamente, se realizaba en ladrillo. Pero el buen gusto y la evolución hicieron que, ya en el siglo XIX, éste llegara a ser de mármol tallado. Hecho que también se trasladó a los aljibes ornamentales. Claro que los aljibes con brocal de ladrillo tampoco era una ganga. ¿Olvida ya que en la Buenos Aires colonial el adobe era amo y señor?
Higiene se busca
Apariencias aparte, lo cierto era que los aljibes tenían su digna utilidad. Su agua era utilizada para consumo. Aunque, claro está, la salubridad del agua dejaba mucho que desear. La provisión de agua estaba dada por la lluvia (de allí que se localizaran en el centro del patio), y para que los insectos no asomaran sus narices en ellos más de uno colocaba una tortuga en el fondo del pozo. Un escalón más arriba, o más abajo si de literalidades se trata, estaban quienes incorporaban en ellos una escalera para descender a sus profundidades y realizar la pertinente limpieza. Incluso, también hubo aljibes que contaban con un pequeño pozo de decantación. En resumidas cuentas, se hacía lo que se podía, vio. De hecho, la epidemia de fiebre amarilla de 1871 pasó su buena factura…
Chau, chau, adiós
Lo cierto es que el epílogo del siglo XIX, con mentada epidemia en su funesto haber, se diluía con una gran preocupación a cuestas: la provisión de agua, así como los desagües pluviales y cloacales se convirtieron en la prioridad de una población que crecía a la par de las necesidades sanitarias de la ciudad. Por lo que finalmente se tomaron cartas en el asunto: aquellas primitivas obras hidráulicas fueron entubadas y condenadas al recuerdo. Incluso, en 1880 fue el turno de la prohibición. Adiós a los viejos aljibes; más no así a su nostálgica impronta. ¿Acaso es de los que aún suspira cuando alguno de ellos asoma en algún escondido patio porteño? De más está decir, lo esperamos por estos lares. ´
En el corazón de nuestro patio el aljibe cuenta su historia. Pues en la casona más antigua de la ciudad no habrían de faltar sus memorias. Venga, pase y oiga.