Centinelas de las esquinas, su boca tragaba hacia una profundidad inescrutable a los ojos las más disímiles misivas. Palabras con destinos cruzados, en suspenso hasta llegar a destino, en un tiempo en que la instantaneidad del correo electrónico y los mensajes virtuales no alimentaban ansiedades. La espera era parte, así como el misterio de la negrura que se llevaba nuestras palabras. Buzones de antaño, patrimonio de la impronta callejera. Su historia y añoranza a la retina, en la memoria y alguna perdida vereda, los mantiene aún de pie.
Cajas fuertes
Su primer asentamiento fueron las paredes. Pues, a decir, verdad, su forma originaria no era la que el transcurso del tiempo supo popularizar. Los buzones eran, en sus inicios, cajas de madera adosadas a los muros. Corría entonces el año 1858, con Gervasio A. de Posadas a cargo de la Administración de General de Correos, quien promovió las primeras colocaciones. Fueron un total de seis buzones. ¿Módica suma, verdad? El caso es que en la ciudad de aquellos tiempos fueron suficientes para copar la parada en puntos estratégicos: las principales plazas dentro del radio céntrico de Buenos Aires. Entre ellas, las aún presentes plaza Lorea, Suipacha y Once de Septiembre, lindera al para entonces un año atrás inaugurado Ferrocarril del Oeste. Además de otras tres ya desaparecidas: sobre la avenida Além, entre Juna Domingo Perón y Sarmiento; la manzana comprendida por Lima, Independencia, Bernardo de Irigoyen y Estados Unidos (demolida por la apertura de la 9 de Julio); y la manzana del actual Teatro Colón. Sin embargo, diez años más tarde llegaría la actualización: de cajas de madera pasaron a ser cajas metálicas, y alcanzando la suma de veintidós. ¿Qué si cualquier hijo de vecino lo encontraba al andar? No precisamente, pues estaban instalados en comercios, restringido el acceso a sus horarios.
Alta cilindrada
El caso es que, ni habiendo transcurrido una década, con Eduardo Olivera al frente de la Dirección de Correo y Telégrafos, la renovación tocó la puerta de las comunicaciones una vez más. Las cajas dieron lugar a buzones con cuerpo de cilindro, venidos de Inglaterra en 1874. En un comienzo fueron ocho, pero en cinco años fueron cuarenta. Para ese entonces, Argentina ya contaba con una Ley de Correos (1876) y era país integrante de la Unión Postal Universal (1879). La pregunta era, ¿hasta cuándo importar buzones en una Buenos Aires que crecía cada día más? Constituidos por cabeza, garganta, cuerpo y base; una altura de aproximadamente 1,5 metros sobre la vereda y unos 70 centímetros bajo tierra, los buzones también habrían de ser criaturas nacionales. Por lo que el siglo XX vino con buzones bajo el brazo, ya en plan de fabricación masiva a cargo de tres talleres. Y no solo para la ciudad, sino también para el resto del país. Tanto así que, para 1930, se contabilizaban un total de 4600 buzones de típico color rojo en territorio nacional. Una multiplicación rabiosa.
Buzones, son amores
Sin embargo, mucho más vertiginoso ha sido el avance y afianzamiento de la tecnología y virtualidad en materia de comunicación. De modo que los buzones parecen ser una pieza mucho más de antaño de lo que en verdad son. Pues si bien datan de dos siglos atrás, entre 40 y 50 años atrás, los buzones aún devoraban un promedio de 400 cartas diarias. Por lo que a más de uno que lea éstas líneas, puede que se le piante un lagrimón de solo recordar aquellos infantiles años en que para alcanzar la boca del buzón era necesario ponerse de puntillas, y en los que los ojos ni siquiera alcanzaban a espiar por su rendija. Como un hombrecito de metal y cemento en su base, de cuerpo y sombrero rojo y sonrisa desdentada, los buzones fueron pilares de esquinas. Y apenas eso, un mojón, cuando las misivas abandonaron el papel; cuando los caracteres reemplazaron a los giros manuscritos y las fotos digitales a las postales. Descascarados, sin mantenimiento, vandalizados y víctimas de tantos otros signos de desidia, los buzones tan solo resistieron. Dar con alguno de ellos, con algún estoico superviviente, es casi como emprender una búsqueda del tesoro. Pero si de cuentos se trata, así como las brujas, “que los hay, los hay”.
En busca de un final más feliz, o de una respetuosa continuidad, diferentes iniciativas de agrupaciones y vecinos todavía pugnan por su rescate. Para que la modernidad no acabe llevándoselos puestos a su paso. Para que al fin éstas líneas, cuando sea que alguien las lea, no les encuentre como especie en extinción.