Caballito, la veleta del pulpero

FOTOTECA

¿Y si le decimos que el barrio de Caballito, corazón de la ciudad, debe su nombre a la veleta de una pulpería? Pase, lea y disfrute.

Vaya polvareda levantaba la suela de la paisanada en aquel camino largo que pa’ el oeste llevaba. Y es que en la “Gran Aldea” que allá por 1800 era Buenos Aires, salía uno de la ciudad por la hoy consolidada avenida Rivadavia. Aquella que, naciente a un lado de la Catedral Metropolitana, se internaba pues en una misteriosa pampa. Tierra indómita donde cazadores con sus perros y solitarios jinetes se adentraban sin más a la buena de su suerte. Si es que algún carro no les seguía la corriente pa’ domar a sus caballos de tiro bravo cueste lo que cueste. ¡Barrio de Caballito! En tu grato nombre estas líneas aquí presentes. Y en honor a la veleta que te dio bautizo, el homenaje a aquel pulpero que posible lo hizo.

Ico, ico… pulperito

Antiguo Camino Real. Ése era el nombre con que para entonces se conocía a la ya mentada avenida Rivadavia. Aunque cuanto casi nada se sabía era lo que, trayecto adentro, al fin aguardaba. Poco más que el hecho de que en los llamados terrenos de la pólvora, el Camino del Polvorín su traza cruzaba. Un dato no menor para quien hasta allí llegaba. Pues justo en su esquina, un pulpero de buena fe aguardaba. ¡Si hasta nos sale decírselo en forma de payada! Pero dejando el verso y la guitarra de lado, lo cierto es que el tano que se hizo de aquellos pagos jamás pensó que con su iniciativa acabaría dando nombre a un barrio. Hablamos del inmigrante genovés Nicolás Vila, quien compró la actual manzana comprendida por Rivadavia, Emilio Mitre (el Camino del Polvorín), Juan Bautista Alberdi y Víctor Martínez. Y allí fue que levantó ladrillo sobre la ladrillo de lo que sería una casa con cuatro habitaciones. Pero una de ellas, con destino de pulpería. Por lo que para llamar la atención de l@s parroquian@s ya a lo lejos, Vila colocó en la puerta del local un mástil cuyo remate era una peculiar veleta de latón con forma de caballo. Y buena fue su jugada, pues, desde entonces, la bien llamada “Pulpería del Caballito” fue “el” alto del camino. Allí donde carretas y gauchos encontraban no solo un refugio seguro, sino un generoso abastecimiento de ginebra pa’ el espíritu y abundante comida pa’ calmar el ragú. La especialidad del lugar, dicen que dicen, empanadas. Y como no podía ser en casa de tano, una buena raviolada.

De mano en mano

Todo muy lindo, todo muy rico hasta que el pobre Vila se las vio cara a cara con los muchachotes del general Lavalle. En tanto éstos milicianos intentaron asaltar la pulpería en 1829. Eso sí, don Nicolás no partió de este mundo sin haberse defendido a los trabucazos, pagándole también con la muerte a uno de sus atacantes. Pero el caso es que el negocio sufrió no solo la partida de su alma páter, sino también las consecuencias de la embestida. Y aunque uno de los hijos de Vila, don Ignacio, intentó reflotarla, ya no fue lo mismo. De modo que procuró un nuevo dueño que se hiciera cargo de ella. Y qué mejor que dejar las cosas entre paisanos, por lo que el también italiano Luis Navone, cuyo acriollado apellido fue Naón, fue quien se hizo de la Pulpería del Caballito, sucediéndolo luego su hijo Carlos, Juez de Paz. Sin embargo, parece que don Carlos no tuvo muy buena visión de negocio, por lo que tuvo que pagar algunos fracasos comerciales con la venta de sus propiedades. Sí, incluido el solar pulpero. Aunque bien vale alzarle al pulgar a su última movida: lotear el terreno y donar una parcela al ferrocarril, de modo que éste pudiera hacer su parada allí. Tal gesto hizo que la estación tomara el nombre de Caballito, para luego extenderse a todo el barrio. Pero… ¿y qué de la veleta?

Al rescate

Mientras la estación de ferrocarril se sentaba en uno de los lotes donados, el resto de ellos fueron adquiridos por el estadounidense Herry Ropes, quien ordena la demolición de la pulpería en 1873. Y al rescate de la emblemática veleta fue don Manuel Domato, uno de los propietarios de las ya tantas otras pulperías que se habían asentado en la zona. Y que, ni lento ni perezoso, la instaló en su almacén para ganarse unos porotos entre l@s vecin@s y parroquian@s. Allí fue donde se alzó por última vez, en tanto fue el propio Domato quien decide entregar la veleta a su amigo Enrique Udaondo, fundador del Museo de Luján, donde aún permanece hasta el día de hoy. Mientras tanto, el ferrocarril y el tranvía acrecentaban con su servicio el crecimiento del barrio. Y bien cerca de la antigua pulpería, la también plazoleta del Caballito (actual plaza Primera Junta), testificaba a viva prueba el desarrollo que, sin saberlo, había iniciado don Vila. El progreso tenía entonces nombre de Mercado, pero de ello ya le hemos contado.

Porque la historia continúa girando. Así como la veleta pulpera que, aún tras la vitrina, desde su legado a más y más parroquian@s, desde estas líneas y por estos pagos, sigue convocando.