Calle Defensa, un ataque de historia

FOTOTECA

Desde su antigua polvareda hasta sus inoxidables adoquines, una caminata por los tiempos de una historia hecha calle.

Andada y desandada por incontables transeúntes, traqueteada por carros y carretas, revestida por los siglos…En fin, esta flor de callecita sólo tiene de diminutivo su antojadiza estrechez ¡Si la tremenda historia de sus adoquines no cabría ni en la más ancha de las avenidas! Es que el primer capítulo de esta vía arrabalera comenzó a escribirse, acaso, cuando su superficie no era más que pura polvareda. Y, desde entonces, huellas y más huellas de una interminable Buenos Aires han sabido perpetuarse en su silueta. ¿De quién hablamos? Sin más preámbulos, levantamos aquí el telón de la calle Defensa, la calle de nuestra pulpería, aquella que invita a redescubrir su esencia en una caminata través de los tiempos. ¿Nos acompaña?

Con aires de arrabal

¿Hasta dónde debemos remontarnos para comenzar? Nada menos que hasta toparnos con el mismísimo Juan de Garay. Es que en los tiempos fundacionales de Buenos Aires, esta callejuela ya empezaría a colarse en la traza urbana. Para aquel entonces, el “epicentro” de la ciudad, compuesto por la Plaza Mayor -actual Plaza de Mayo- y sus manzanas circundantes, estaba surcado por arroyos, cañadas y demás derivados que llevaban sus aguas hacia el Río de La Plata. ¿Qué era Defensa entonces? Apenas un polvoriento sendero que partía de la plaza rumbo a los más inhóspitos terrenos. Más precisamente, a lo que habría de llamarse el arrabal. Aquella zona considerada a “extramuros” de la ciudad, del otro lado de los difusos límites que imponían los circundantes zanjones. Así que más le vale arremangar sus pantalones, porque a la altura del cruce con la actual calle Chile nos espera el temido tercero del sur. ¡Este sí que era bravo! Se trató del arroyo que actuaba como desagüe del oeste, por lo que iba derechito y fiero en busca de las rioplatenses aguas del este. En más, después de las lluvias, tan chivo se ponía el asunto que hasta llegaba a producir avalanchas y empantanar la zona. ¡Si su correntada arrastró hasta un puentecito de madera construido por los vecinos! Lo cierto es que al otro lado, y para los valientes que se atrevían al cruce, aguardaba el llamado Alto de San Pedro, arrabalera zona que, poco a poco, fue poblándose de gente de río y mar: pescadores, marineros, navegantes, mercaderes y todo aquel que hiciera tareas en el puerto de la ciudad, situado en los confines sureños del arrabal. Carpinteros, herreros, changadores, carretilleros y demás jornaleros se sumaron a una lista que, por más de dos siglos, no paró de engrosar sus filas. Desde entonces, algo comenzaría a cambiar en nuestra gran vía.

Nombre se busca

Ya adentrados en el siglo XVI, la cosa iba tomando otro color. De sendero cuasi intransitable, esta vía de 1500 metros pasó a convertirse en un camino medianamente decente. Aunque, claro está, tamaña recorrida no era moco de pavo. ¡Imagínese lo que aquel trecho significaba para entonces! De allí que el camino fuera adquiriendo diferentes nombres a lo largo de su recorrido: su primer tramo se llamó “de San Francisco”, por pasar frente al atrio de la así denominada iglesia; luego venía la cuadra “de la Higuera” -aunque no se sabe si por un árbol de tal especie o porque allí estaba la casa de don Antón Higuera, vecino de la zona-. Seguía entonces el tramo “del Hospital”, por la presencia de tal edificio en la esquina de la actual calle México; y lo dicho a la altura de la hoy calle Chile, donde se transitaba por el camino “del zanjón”. ¿Algo cansado, paisano? ¡Mire que aún nos quedan unos cuantos siglos por patear! Menos mal que ya falta poco para el descansito. ¿Un alto en la Pulpería Quilapán? Nada de eso, ¡un alto en el Alto de San Pedro! Aquel hueco que, situado justo allí, a metros de la Parroquia de San Pedro Telmo, dio nombre al arrabal que estamos transitando; aquel que, con el correr de los años, se convertiría en la mismísima Plaza Dorrego. ¿Qué tal? Claro que, mucho antes de albergar vendedores y coleccionistas de antigüedades, supo dar tregua y reparo a las carretas que iban y venían de la Plaza Mayor a la zona portuaria, recorriendo nuestra calle protagonista como único camino obligado entre ambos destinos: el Camino Real o Camino del Puerto, nombres que, de voz a voz, se fueron imponiendo entre una vecindad que crecía y no dejaba de crecer.

Alta defensa

Así que, ya llegado el 1800, mejor agudizar los sentidos y no andar desprevenidos, pues, a pocas cuadras de “el Alto”, el “transito” se empieza a espesar. En especial, cuando la línea de tiempo nos encuentre transitando allá por 1806 y 1807. Aunque de carretas no parece ir el asunto; sino de una avanzada peatonal… ¡y a contramano! Sí, sí. Son los soldados ingleses que, a toda marcha y tras haber desembarcado en el sur, avanzan por el Camino Real hacia la Plaza Mayor. ¡Y eso que la buena de doña Martina de Céspedes capturó unos cuantos en su pulpería! Por las dudas, preste atención a las alturas. Más precisamente, a las azoteas. Desde donde los vecinos andan tirando agua hirviendo para defender a la ciudad de los invasores (¡no vaya a ser que se salpique!) y rebautizar, con toda su valentía, a la calle que nos compete: “Defensa”. Claro que aquel definitivo cambio de nombre se decretó un tiempo después, en 1845, y de la mano de Juan Manuel de Rosas. ¿Alguna duda sobre el federalismo que corre? Vea como todo el mundo anda luciendo la divisa punzó. Puro rojo a la redonda; así que nada de celestes en este tramo del camino. Hablando de Roma, ¿por dónde andamos? Dejamos atrás la calle Estados Unidos y continuamos la marcha hacia el sur, mientras las chimeneas comienzan a copar nuestros alrededores. Es que en este tramo de Defensa se fueron asentando las primeras industrias de la ciudad. Tras un pasado fabril basado en la producción de ladrillos y cañones, y en la posterior instalación de molinos harineros, llegaba el turno de las industrias de confitería. ¿Y quién fue el primero? Allá por 1837, en la esquina noroeste de Defensa y Carlos Calvo, don Carlos Noel instalaba su fábrica de confites “el Sol”. Todo un camino de ida en materia de dulces nacionales. Todo un tributo al esfuerzo de este inmigrante español que, tal vez sin saberlo, sería uno más en miles y miles.

Camino al andar

Sin embargo, a esta altura de la historia, los criollos aún son mayoría: instalados en sus casas de múltiples patios, viven a sus anchas. Hasta que un imprevisto, de esos que no lo son tanto, acabe con toda la armonía. ¿Ya adivinó de qué le hablo, compañero de aventura? Es febrero y hace calor. El calendario nos llevó hasta el año 1871, así que apresure la marcha para pasar este mal trago: la epidemia de fiebre amarilla ya es un hecho. ¿Qué sí vamos contra la corriente? Así parece. Mientras nosotros seguimos rumbo al sur; los ricachones disparan hacia el norte, y el silencio se adueña de las inmensas residencias… Aunque, poco a poco, y con el caminar de los años, ya habremos de oír alguna que otra inentendible trifulca, y hasta algún que otro tanguito a la pasada. Sí, señor. Los conventillos y sus inmigrantes pueblan la fisonomía de la interminable calle Defensa, y la de ese barrio que la ha convertido en su arteria más sensible. Pues, casi, casi detenida en el tiempo, aunque sin dejar de verlo pasar, Defensa evoca sus memorias de arrabal.

 ¿Y nosotros? Por lo pronto, elegimos atesorar aquel ayer en estas líneas, así como en cada uno de los rincones que alberga nuestra pulpería. Esa que, tras tan largo caminar, lo invita a un merecido brindis. ¡Y que sea por la historia! Esa que ya pasó, y esa otra que aún nos queda por redactar. ¡Salud!

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