Dicen que la fe mueve montañas, aunque, a juzgar por la singular historia de la Capilla Cristo Rey, bien podría decirse que mece las aguas. Más precisamente, las del Paraná, aquellas que encausaron las prédicas del Padre Luis Isola. De misionar en que cada recóndito sitio del Delta iba la cuestión, por lo que, ante tan la difícil tarea, una iglesia flotante fue la solución.
Lo pedís, lo tenés
Corría el año 1924 cuando, tras sanarse de una grave enfermedad, y en agradecimiento a quien había alimentado su fe, el ingeniero Rómulo Ayreza acudió a los deseos del Padre Isola. ¿Cómo? Donándole una lancha para su misión, aquella a la que denominó “El Salvador”. Fue entonces cuando Isola comenzó a recorrer ríos y arroyos, dando inicio a la llamada “Misión del Delta”, la cual abarcaba tanto el sector porteño como el entrerriano. Y vaya si tuvo éxito…Tanto así, que, hacia 1935, la lancha resultó pequeña. De modo que la ayuda llegó, esta vez, de la mano del administrador de la Compañía de Navegación Nicolás Mihanovich. Lejos de andarse con chiquitas, este don obsequió al Padre Isola el casco de un vapor y un campanario importado de Inglaterra. Todo cuanto fue preciso para que el Astillero de Obras públicas de la Nación, por pedido del presidente Agustín P. Justo, confeccionara una capilla, la Capilla Flotante Cristo Rey.
De estreno
Los deseos fueron órdenes y las órdenes realidad, allá por el año 1936. Aquel 22 de Agosto, la Capilla Cristo Rey fue bendecida por el Monseñor Felipe Cortesi, convirtiéndose entonces en la segunda iglesia flotante del mundo. ¿Quiénes asistieron a tal singular evento? El presi Justo y su esposa Ana Bernal –ni más ni menos que los padrinos de la embarcación–, y una extensa lista de congresistas, ministros y autoridades eclesiásticas, entre otros. ¿Cuántos otros? Imagine que la concurrencia total se estimó en 4.000 personas… Y ni le digo los días subsiguientes. ¡Más de 100.000 visitantes pasaron por la célebre capilla! Sin contar las numerosas naves que la flanqueaban y acompañaban en sus procesiones. Eso sí, la Cristo Rey era presidida por una sola: carente de motor y velamen, quien oficiaba de remolque no era más que la antigua lancha “El Salvador”. Gracias a ella, la capilla alcanzaba la orilla en que fuera precisa, y allí permanecía durante los meses que le fueran necesarios.
Una pinturita
¿Qué cómo era la capilla puertas adentro? Comenzando por su nada despreciable capacidad –podían asistir 150 feligreses–, la Cristo Rey contaba con sacristía, despacho parroquial, cocina, comedor, tres camarotes y un cuarto de baño para sacerdotes, además de dos camarotes y servicios para la tripulación. ¿Qué tal? Aunque no sólo de comodidades iba el asunto, pues la decoración no se quedaba atrás: diez ventanas ojivales iluminaban un interior embellecido con pictografías religiosas, todas ellas realizadas por el pintor Augusto Juan Fusilier, cuyas obras engalanan muchos templos argentinos. ¿Y qué había del mentado campanario? Él se encontraba por detrás de la popa, acaparado miradas con el sólo deslizar de la Cristo Rey por las aguas paranaenses.
Misión conclusa
¿Qué más podía pedir el Padre Isola, los felices parroquianos? Tal vez, la movilidad propia que, allá por el año 1952, la Armada Argentina insinuó proveerle a la Cristo Rey. Sin embargo, la instalación de dos motores de 80 caballos implicaba costos demasiado altos. Especialmente, considerando aquellos que el propio mantenimiento de la nave y la tripulación ya suponían. De modo que el proyecto no solamente no prosperó; sino que retrocedió sobre sus pasos. En los años ’50, la misión se dio por concluida. Al menos, en materia de infraestructura: la embarcación fue desguazada, convirtiéndose su casco en un arenero. ¿Acaso nada ha sobrevivido? Cual estoico testigo de que la fe mece las aguas, el campanario aún dice presente. De pie en un Destacamento de la prefectura Naval Argentina, allí donde confluyen los ríos Carapachay y Paraná de las Palmas, mantiene vivo un recuerdo lucha no perecer en el olvido.