Si en La Rioja le dicen que es carnaval, ni se le ocurra apretar el pomo. Pues rituales carnavalescos de la Chaya lo sorprenderán con lo que ningún otro. Así que vaya empuñando, más bien, su montoncito de harina. Y eso, sí, prepárese para la embestida, que la cosa va de pura algarabía.
Chaya del cielo
Harina, agua, albahaca y música. ¿Vaya cuartero el suyo verdad? Apenas las cuatro patas de un festejo tan convocante como ancestral, esa es la Chaya. En voz quechua: “mojar”, “rociar”. Y es que a fin de cuentas, la raigambre de este carnaval riojano proviene de una leyenda pasada por agua, pero caída del cielo. Verá usted, la Chaya no era más que una joven indígena, cuyo corazón se rindió ante los encantos de Pujllay. Sí, un picaflor de aquellos. El muy enamoradizo iba de mujer en mujer, de corazón en corazón. Por lo que el desencanto de Chaya ante los amoríos de Pujllay fue tal que se perdió en el bosque a llorar sus penas de amor, y ya nadie más pudo encontrarla. Desde entonces, solo retornó cada febrero, del brazo de Quilla (Diosa Luna) en forma de rocío o lluvia. Y allí volvía Pujllay a la tribu, entre penurias y remordimientos, en busca de la Chaya, sin comprender que ya no habría de encontrarla en cuerpo; sino en humedad y frescura. Nada quedaba ya de aquel “galán” picaresco, sino que su pesar se perdía entre los festejos de ocasión, entre las risas y la alegría que se desataban por las nuevas cosechas obtenidas. Por lo que el muy triste decidió ahogar sus penas en alcohol (¿recuerda a la famosa chicha?) y ya ebrio a más no poder, cayó al fin en un fogón para decir por siempre adiós.
Gesta carnavalesca
¿Comprende ahora? Cada febrero, la Chaya viene entonces a apagar el fuego del Pujllay, aquel que “muere” antes de culminar cada festejo. ¿Cómo? Con la quema de un muñeco en su representación. Aunque bien vale decir, para los riojanos la Chaya es casi un agua bendita, pues la lluvia lo es para sus tierras siempre tan necesitadas de agua. Del mismo modo que el Pujllay es esa alegría y desmesura a la que se da rienda suelta en los festejos carnavalescos, así como sucede con el desentierro del diablo en los pagos del norte. De modo que, girando en torno a estos protagonistas y su simbología, el festejo tiene sus momentos, un ABC ceremonial que comienza con el nacimiento del Pujllay. Nada menos que un muñeco concebido de trapos, pero con infaltable sombrero, una semana antes de la fiesta de la Chaya (el sábado de vísperas). Y es precisamente en el domicilio donde se encuentra el recién nacido que se arma una ronda entre los dueños de casa y los copleros. Uno de ellos comienza con la primera copla para que la ronda le siga, y el que no se anime o nada se le ocurra, tendrá el castigo de beberse un vaso de vino: la llamada “multa”. Pero la cosa no termina allí, porque tras el nacimiento, viene el bautismo. ¿Del Pujllay? No, de la Guagua: un muñeco de quesillo de cabra o masa de harina tipo pan. Recuerde, se trata de agradecer la abundancia por las cosechas, de bendecir los frutos de la tierra.
La alegría no es solo brasilera
Claro que no se trata de un bautismo así nomás, ni mucho menos. Para el banquete se carnea un animal y se adorna un arco con palmas, flores, cintas de papel y algunas frutas (tal como también suele hacerse para el Tinkunako). ¿Qué si falta el vino? De ninguna manera: Él se vierte sobre la Guagua para entonces sí, comenzar con los festejos propiamente dichos. Acto primero: servirse los frutos que adornan el arco y disfrutar del banquete. Así, el agua de la Chaya es la lluvia que fertiliza; y la harina es la representación de cuanto la tierra nos da. De allí que meta agua y harina los riojanos festejen de lo lindo, aunque se trata de una tradición que, en cada pueblo de la provincia, invita a todos quieren compartir dicha alegría: la de festejar, a fin de cuentas, los más simple y necesario. ¡Por lo que nosotros también a usted! Y si acaso se andaba pensando que nos había quedado la albahaca en el tintero, desde luego que no. Le hemos dicho, es junto a la harina, el agua y la música, cómo no, parte de este festejo, pues su presencia también simboliza la abundancia. Madura y florecida para la época, la albahaca se utiliza para perfumar la harina con la que se juega. Antiguamente se trataba de almidón perfumado con clavo de olor. ¿Por qué? Porque ni el trigo ni la albahaca son originarios de América, sino que fueron introducidos tras la conquista.
Reunirse, compartir, bailar, cantar, celebrar… Las bondades de la tierra y el cielo, la Chaya y el Pujllay. Las tradiciones que, inoxidables, nos invitan a volver al origen, la vida en su más simple y esencial ritual.