Sus acordes recorrieron el mundo y cada remoto rincón de Buenos Aires. Conoció el desprecio y el aplauso, las luces de París, el neón de la antigua calle Corrientes, la suciedad de lo conventillos y el brillo de los más distinguidos salones porteños. El tango, con más de 100 años en sus espaldas, es obra y vida de quienes eligieron su música para contarla. Imposible dejar de oírla.
La mezcolanza
Una Buenos Aires que abría sus puertas a la inmigración europea fue el punto de partida: tanos, gallegos, turcos y moishes anclaban en suelo porteño; mientras la gente de campo que ansiaba las oportunidades de la gran ciudad hacía lo propio. Así, gringos y gauchos entremezclaron melodías y compases, pero la fusión musical no terminaba aquí. A ella se sumarían los ritmos aportados por la población negra: los tangos. Así se llamó a los sitios en los que negros se reunían a bailar; y la denominación se extendió a la música que se tocaba en ellos. ¿Por qué “tangos”? Por deformación del africanismo tangomao (“hombre que trafica negros”).
Sal y pimienta
Mientras la burguesa sociedad porteña posaba sus ojos en la Europa ilustrada, algo se gestaba en el arrabal, los llamados barrios reos. El hecho de que la mayoría de los inmigrantes llegara sin sus mujeres alentó la prostitución. Proliferaron las academias (salones regenteados por mujeres) y burdeles. Tanto así que a fines de 1800 había poco más de 200 escuelas… ¡y 6000 prostíbulos! Precisamente en ellos, el tango encontró su mejor escenario. Y así de festivos y desprejuiciados fueron sus primeros títulos: Afeitate el 7 que el 8 es fiesta, Tócame lo que me gusta, Sacudime la persiana y más letras que fueron puro escándalo. El picante estaba a la orden del día para quienes agregaban voz a un género, hasta entonces, reducido a la música. Y cuya danza era toda una obscenidad: el hombre y la mujer procaz bailando entrelazados al ritmo del 2 x 4, una imagen digna de sonrojo. ¡Ni hablar cuando se danzaba entre hombres! Si no hay mujeres, que no se note. Y que siga el baile
El hijo de la lágrima
buscando ese mango
que te haga morfar,
la indiferencia del mundo
que es sordo y es mudo
recién sentirás”
Yira… Yira… (1929) – Enrique Santos Discépolo.
Claro que la historia iba a cambiar: cuando la alegría se diluye es inevitable que la tristeza empiece a ganar cancha. El tango se convierte en una forma reflexiva de construir una identidad propia y las letras comienzan a ser un modo de mirarse al espejo. ¿Qué veían sus autores? el conventillo, la pobreza, los afectos, el desprecio aristócrata, las falsas ilusiones y un amor más propenso al dolor que a la dicha. Así, el género comienza a limpiarse de su origen prostibulario y funda un nuevo mundo de valores morales: la madre, el barrio, los amigos, la dignidad. Aunque para cruzar la frontera de lo “procaz” definitivamente, el tango debería cruzar el océano. Y así lo hizo.
La ciudad luz
París abre sus puertas al tango y tal aceptación hace eco en Buenos Aires. Quien le quita la veda a un ya moralizado género. No sólo por el visto bueno parisino; sino porque el inmigrante comienza a integrar la sociedad: se casa, tiene hijos. Y el tango asoma como bien cultural: se venden partituras, se abren salones, surge la industria discográfica, los conciertos en la calle Corrientes y saltan al mundo los hijos pródigos: Carlos Gardel, Osavaldo Pugliese, Aníbal Troilo y su bandoneón, el revolucionario Astor Piazzolla y una lista de artistas que no reconoce fin.
Ya en el siglo XIX, el tango no luce fecha de vencimiento. Declarado Patrimonio Cultural e Intangible de la Humanidad en el 2009, dice presente en bares y milongas. Entre adultos y jóvenes, argentinos y extranjeros. El tango es mundial, ese pibe de barrio que alcanzó el estrellado y que no se la cree.