Entre el calendario agrícola y los tiempos de cuaresma, entre la Pachamama y la fe en Jesús. Coplas, baile, serpentinas y chicha son de la partida allí, en la jujeña Quebrada de Humahuaca, donde las culturas española y andina se fusionan en ocasión de una sin igual celebración carnavalesca. El diablo no mete la cola, no. Sino que sale de la tierra para dar rienda a la fiesta de la buena. ¡No se me quede afuera!
El cielo puede esperar
Recato, decoro, recogimiento. Todo ello que la tradición católica indica para la llamada Cuaresma, esa cuarentena de días destinada a la oración que comienza el miércoles de Ceniza y culmina el domingo de Resurrección. Y que, entonces, la diversión y la alegría tengan vía libre en su antesala: el carnaval. Ese que en los pueblos humahuaqueños tiene cuerpito y todo…aunque también una larga cola, y unos puntiagudos cuernos. Sí, sí. El diablo es el carnaval hecho muñeco, y su desentierro, luego de permanecer bajo tierra desde el fin de las carnestolendas anteriores, marca el inicio de la fiesta sin más, sin juzgamientos ni observaciones, sin reproches ni impedimentos. Pura algarabía que se desata el sábado previo al miércoles de Ceniza, y que continúa hasta el día domingo. El descontrol toca la puerta, sí, pues el pecado está permitido antes de que la Cuaresma invite a preparar el alma para recibir a Jesús. ¿Y qué mejor presencia que la del gran demonio para que así sea?
Toda una diablada
¿Recuerda cuando le hablamos de las apachetas, don? Sí, aquellos hoyos cubiertos de piedras en los que se alimenta a la Pachamama: diosa fértil a quien, precisamente, se pide permiso para tamaño libertinaje. Es que allí, en sus entrañas, en ese pozo plagado de ofrendas (ubicado en los sitios más elevados), descansa el diablo cuyo desentierro marcará el inicio del carnaval. Al ser liberado el demonio, liberado todo autocontrol. Y la fiesta se adueña de los cerros, las calles y todo cuanto mortal diga presente. Los miembros de las comparsas quebraderas enmascaran sus rostros y disfrazan sus cuerpos como el mismísimo diablo a desenterrar: el Pujllay, aquel que, una vez en la intemperie, es alzado cual trofeo, cual símbolo del desmadre que se avecina, de esa euforia que, a puro gozo, ahora tiene rienda suelta para ser vivida. Bombas de estruendo, gritos, aplausos, serpentinas, papel picado, talco, espuma nieve…y pura embriaguez que, desde entonces, se convierte en un camino de ida. ¡El carnaval ha llegado, señores! Eso sí, tanta transgresión no pasará factura. Es que el Pujllay no es el diablo señalado por el catolicismo; sino que su presencia, lejos de todo mal, invita a la alegría compartida, al fin de las diferencias, a un único grito festivo…a carnavalear con todas las letras.
Carnavaleando
¿Y de qué va ello? una vez consumado el desentierro, se viene la fiesta grande: la romería de gente no cesa, los cantos y bailes no decaen; pues los ritmos andinos suenan sin cansancio alguno. Las comparsas y sus seguidores comienzan con el desfile callejero con sus estandartes, mientras las puertas de las casas comienzan a abrirse de par en par. ¡Que no falte la bebida ni la buena comida! Portal tras portal, la carnavaleada invita a beber y comer en la casa de los vecinos que así lo dispongan. Mientras la munición de papeles, talco y espuma sigue capturando nuevas presas: imposible no ser blanco de ataque. Se lo aviso desde ahora, paisano. Aquí no hay quien se salve…ni quien pegue un ojo. Menudo aguante el de los comparseros, y el de los pueblerinos y forasteros que se aúnan a un festejo con aires borrachines. El alcohol hace estragos en la desvergüenza, sí, aunque ayudado por las máscaras y antifaces. ¡No faltará quien se anime a una declaración de amor! Así es la cosa, amigo. Da igual quien sea el enmascarado de turno, pues, a la hora de carnavalear, todos somos lo mismo.
Tierra adentro
De la tierra venimos y a la tierra vamos, sí. E igual destino le toca al Pujllay: cuando llega el domingo, toda la concurrencia vuelve al “kilómetro cero”, al sitio desde donde el diablo fue desenterrado. Y allí, en la boca de la Pachamama, entre hojas de coca, cigarrillos, chicha y alcoholes, el caer de la noche marca lo inevitable: un nuevo entierro. Aquel que sólo ejecutan los diablos de las comparsas, mientras más de una lágrima se pianta y el resto de los allí presentes observan a la distancia. Junto a la apacheta, una gran fogata ilumina el momento cumbre, el desenlace del gran festejo. La juerga carnavalesca llega a su fin mientras la tierra y las piedras cubren el hoyo al que regresa al Pujjllay. Los antifaces, las máscaras, los disfraces en su integridad abandonan los cuerpos de sus portadores. Los rostros quedan al descubierto y la historia, entonces, vuelve a comenzar. Como cuando nada sabía aquella de tierra de colonizadores españoles y entonces el ritual de turno, la fiesta, la algarabía estaba dada por los cosecha. Un nuevo ciclo agrario comenzaba para esas mismas épocas, y la Madre Tierra era su protagonista absoluta. Hoy, catolicismo de por medio, un diablillo venido del Viejo Mundo también se aloja en su seno. Mientras aquí, de este lado del océano, en el Mundo Nuevo, el sincretismo sigue dando crédito: nada se pierde, todo se transforma, se fusiona, se renueva. Como los ánimos e ilusiones ante la llegada de cada nuevo carnaval.