El Abasto del morocho

FOTOTECA

Concebido como mercado mayorista, el Abasto sería barrio y mito de arrabal. Carlos Gardel, su hijo pródigo, lo hizo posible.

Allá por 1934, un gigante con todas las letras asomaba en la geografía porteña. Sobre la avenida Corrientes, y con casi 50 años de historia sobre su lomo, el Mercado de Abasto de Buenos Aires abría sus puertas a puro orgullo. Y no era para menos: se trataba, entonces, del mercado más grande de Sudamérica. Aquel cuyo nombre ha sabido traspasar hasta las fronteras de su propio perímetro. Sí, señores. El Abasto se hizo barrio y esquina, vereda y patio de esa vieja casona y aquella otra más, aires de nostalgia y aroma de arrabal. Un pasado que late en el presente. Un mito que ha echado raíces en la estampa y memoria de su hijo pródigo: el mismísimo Carlos Gardel o, simplemente, el morocho del Abasto.

No daba Abasto

Comenzando a desandar el camino desde el principio, podemos decir que el primitivo mercado de Abasto nace en 1890. Año en que son habilitadas las precarias obras cuya inauguración definitiva sucedería tres años después. ¿De qué iba el mercado en aquellos tiempos? Sólo frutas y verduras al por mayor; y nada de carnes y embutidos. Se trataba de una prohibición dictaminada por ordenanza; aunque hecha la ley, hecha la trampa. Cada vez que llegaban las carretas con las provisiones, no faltaba el pecador que introdujera la censurada mercadería. Hasta que, finalmente, en 1892 no sólo se instala un frigorífico sino una fábrica de hielo. Lo que obligó a ampliar el incipiente mercado. Sin embargo, en los albores de los años 20, el espacio comenzó a quedar chico. Y tras varias idas y vueltas entre los diferentes proyectos de ampliación sugeridos (¡si hasta el viejo conocido Mario Palanti -arquitecto del Palacio Barolo- llegó a presentar su propuesta!), el terceto compuesto por los ingenieros Delpini, Sulcic y Bes obtuvo vía verde para la tan ansiada remodelación. Mientras tanto, se levantó la barrera al comercio minorista; convirtiendo al Abasto en un sitio estratégico de abastecimiento urbano. Y lo cierto es que, la obra final, estaría a la altura de aquello. En 1934, y con la presencia del presidente Agustín P. Justo -entre otras autoridades- el nuevo Mercado de Abasto abría sus puertas para deslumbrara a propios y extraños. Su diseño arquitectónico convirtió en uno los edificios más bellos de la ciudad; al tiempo que su tecnología lo alzó como un verdadero mercado de vanguardia: con una superficie que abarcaba media manzana, el edificio contaba con acceso para tren, dos escaleras mecánicas (¡el último grito de avanzada en materia edilicia!), playas subterráneas de maniobras y estacionamiento, e impolutos 540 puestos con conexión telefónica y cámara frigorífica central. ¡Tomá mate!

Ninguna chantada

Así la historia, un nuevo mundo comenzaba a tomar vida en torno al Abasto. Más precisamente, el de los boliches y fondas que cobijaran a los personajes del gran mercado. ¿Cómo olvidar al famoso Chanta Cuatro? Bodegón del bueno, sus muros conocieron las decadencias del viejo mercado; al tiempo que aspiraron las glorias del flamante sucesor. Con su disposición de restaurante y hotel familiar de dos plantas, el Chanta Cuatro dio refugio a trabajadores y malandrines, inmigrantes y porteños. La incipiente bohemia tanguera que convivía con el apenas sobreviviente culto a la payada; mientras un pibe de barrio no perdía oportunidad de codearse con sus principales protagonistas. Se trató de un tal Carlitos. ¡Si se habrá devorado sus buenos pucheros en aquella esquina “Chanta” de la calle Agüero! Allí, el caldo que saciaba su ragú era, a la vez, cultivo de sus aspiraciones vocales. Aunque el asunto no iba sólo de cena: con trasnochada y amanecida culminaban esas veladas en las que el “purrete” entonaba sus primeros cantos. Ya en compañía de su guitarra, la voz de Carlitos comenzó a sonar de esquina en esquina, de bar en bar. Y fue en el ya desaparecido café O’ Rondeman donde dejó atrás su mote “francesito” para convertirse en el “morocho del Abasto”, el de la calle Jean Jaures, el del barrio arrabalero y una Buenos Aires que ansiaba por su mayor cantor.

Puertas afuera

Y así nacía el otro Abasto, el que excede las paredes del mercado original hoy desaparecido, el que se viste de mística para recorrer las calles del barrio que supo crecer en torno a su ceno. Así nacía el otro Abasto, de la mano de su embajador, el niño prodigio del tango que, habiendo iniciado su enorme camino en aquellos pagos, ya no dejaría de volver la vista atrás: su barra de amigos, sus trasnochadas y sus grandilocuentes encuentros con quienes haría de las suyas (¡pensar que en aquellas cantinas conoció a su gran compañero, José Razzano!). Las luces de la fama nunca cegarían la memoria de Carlitos; todo lo contrario. Allí, en el Abasto de su vida, en la mencionada calle Jean Jaures, compraría una casa para vivir con su madre. Porque el temprano amanecer de los mercaderes, el traqueteo de las carretas y el barullo de changarines eran, acaso, parte de su propia historia. Porque aunque ya no haya mercado (cerró sus puertas en 1984, trasladando su sede hacia el actual Mercado Central), aunque menudos y vanos fueron los destinos barajados sobre el edificio, aunque generoso haya sido el abandono que destilara hasta su reapertura como centro comercial en 1998; el Abasto nunca abandonó su recinto, sus calles, sus viejos conocidos rostros, su folclore. La mística barrial, es que lo tiñe de encanto, ha encontrado en su niño dorado la razón de toda su perpetuidad. Esa que lo ha convertido en el Abasto del morocho.

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