Se denominaba estaño a un mostrador de madera recubierto por una lámina de metal que se utilizaba en almacenes, despachos de bebidas y cantinas. El mostrador tenía un grifo largo y curvo, rematado en un pico de ave por donde salía el agua para lavar los vasos. El vino llegaba en barriles desde San Juan y Mendoza y las bebidas blancas en botellas.
Alrededor del estaño se arreglaba el país: política, deportes, estrenos teatrales, asuntos relacionados con la economía, revelaciones sobre la vida privada del que aún no había llegado a compartir una copa, o el último cuento verde.
En el estaño se cumplían dos turnos: el primero desde el atardecer hasta la cena con los trabajadores que apuraban un vermouth con fernet, más la aceituna con anchoa ensartada en un escarbadientes o los clásicos tres platitos conteniendo aceitunas, trozos de queso y papas fritas. El segundo turno se extendía hasta la madrugada y reunía a músicos, poetas y los bohemios de la noche que vivían de la caza y de la pesca.
El estañista siempre estaba de pie; pedía un vino, semillón o carlón, y se acomodaba en el borde del mostrador a la espera de un amigo o compañero de ocasión. Perfilado, para dejar más espacio, disfrutaba lentamente de su trago y observaba distraídamente la actividad en las mesas donde nunca se sentaba. No quería ser considerado un gil.
En el interior de estos bares, se conjugaban olores provenientes del humo del tabaco negro y de los mismos parroquianos. En las mesas tambaleantes, jugaban al truco, al tute o al mus con unas barajas mugrientas, alternando exclamaciones con tragos de alcohol, mientras toqueteaban los sucios porotos usados para marcar los tantos. Otros consumían su tiempo jugando al dominó, y armaban sobre la mesa curiosas formas geométricas.
Las clases populares de la ciudad buscaban una evasión consumiendo vino o bebidas como la ginebra, caña, grappa, hesperidina o un chopp de cerveza de barril. En general en estos boliches no se gritaba, no se hablaba fuerte y no se registraban peleas. Tener estaño era tener experiencia de vida, obtenida al frecuentar el despacho de bebidas en aquel Buenos Aires que se fue.
por Carlos Araujo