Que en La Vuelta de Martín Fierro, la criatura de don José Hernández se las trajo a pura labia, no cabe ninguna duda. Pues, lejos de la violencia física, el ingenio de Fierro sacó a relucir su brillo a punta de lengua: payada va, payada viene, a duelo filoso y poesía de la buena. ¿Quién dijo, acaso, que no se combate con la palabra? Y para muestra un botón, aunque, por cierto, venido desde el otro lado del océano. Sí, bien lejos de la pampa gaucha y de la yerba mate, pero a verso tan certero como retador. Y es que tres siglos antes de que el bueno de Hernández empuñara su pluma, Góngora y Quevedo vaya si protagonizaron una de payadores… Por si le cabe alguna duda, pase y oiga, no sin cuidarse de los cruces.
Con olor a payada
En una esquina, Luis de Góngora, culterano a ultranza. Lo que se dice, pregonero de las formas poéticas más bien difíciles, las metáforas abundantes y cuanto ornamento barroco hecho letras se le ocurra. En la otra, Francisco de Quevedo, casi diez años más joven y conceptista de aquellos. Es decir, hombre de muchas ideas cortitas y al pie, con la mayor concisión posible. ¿El escenario? La España de fines de siglo XVI y principios de Siglo XVII. Allí donde forma y estética se batían con significado y contenido. Así pues, viéndose a la cara y más que a menudo, estos dos grandes literatos no encontraron mejor modo de sacarse chipas que haciendo uso de la virtud que ambos compartían: una escritura satírica. Y, claro está, la polémica en verso espontáneo, cuya semejanza con nuestra payada no es ninguna coincidencia; más bien una especie de germen. Y a lo dicho nos remitimos.
Duelo de titanes
No, no fue en un almacén de ramos generales. Más bien en la Corte de Valladolid, allá por el año 1601. Fue entonces que Góngora y Quevedo se vieron las caras por primera vez, cuando se disputaban el puesto de mecenas de la Corte en una junta de poetas, y así ganar en prestigio y buena reputación. Y desde entonces, dardos volaron de una boca a la otra, y con precisa puntería. Que si las innovaciones lingüísticas de uno o la mala traducción de las obras griegas del otro… El caso fue que, lo que empezó como un duelo literario acabó convirtiéndose en una riña personal, aunque con los modos bien puestos, cómo no. Así fue como la “renguera” de Quevedo y su gusto por la bebida se convirtieron en blanco de Góngora; mientras que la condición de judío (una suerte de acusación para entonces dada la persecutoria presencia de la Inquisición Española) y jugador empedernido de este último fue caldo de cultivo para Quevedo.
Aquí me pongo a versear
Como verá, ninguno de los dos se anduvo con chiquitas a la hora de sacar los trapitos al sol, puesto que, ya instalada la rivalidad, el barrio de Las Letras de Madrid, donde ambos vivían, fue protagonista de sus encuentros. O más bien dicho, desencuentros. Oiga sino a Quevedo:
Untaré mis obras con tocino,
porque no me las muerdas, gongorilla.
Sí, porque el pueblo judío no come cerdo… ¿había acaso más explícita muestra para la Inquisición? Y sobre la “suciedad” de sus versos, como buen conceptista, supo decir:
Vuestros coplones, cordobés sonado,
sátira de mis prendas y despojos,
en diversos legajos y manojos,
mis servidores me los han mostrado.
No los tomé pique temí cortarme
por lo sucio, muy más que por lo agudo;
ni los quise leer por no ensuciarme
Y para más, el perfil de Góngora y su nariz:
Érase un hombre a nariz pegado,
érase una nariz superlativa,
érase una nariz sayón y escriba,
érase un peje espada muy barbado.
¿Qué sin Góngora se iba a quedar callado? Ni más faltaba. Hemos dicho, Quevedo no solo cojeaba. Sino que por sus gafas, para Góngora fue “quevedos”:
Anacreonte español, no hay quien os tope,
que no diga con mucha cortesía,
que ya que vuestros pies son de elegía,
Que vuestras suavidades son de arrope.
¿No imitaréis al terenciano Lope,
que al de Belerofonte cada día
sobre zuecos de cómica poesía
se calza espuelas, y le da un galope?
¿“Quevedos” o “quebebo”? Al decir de Góngora y la debilidad de Quevedo por las copas…
Era su benditísima esclavina,
en cuanto suya, de un hermoso cuero,
su báculo timón del más zorrero
bajel, que desde el Faro de Cecina
a Brindis, sin hacer agua, navega.
Y así los versos, los cruces, la literatura. ¿Aquella que salió ganando con el legado de este par? Quizá, más no fuera a juego no tan limpio. ¿Qué habría pensado don Fierro de oír sus duelos? La respuesta queda para la historia que ya no vuelve, aunque de algo si estamos seguros. A Góngora y Quevedo, ¡mejor no tenerlos de enemigos!