Grotesco criollo, a puro antifaz

FOTOTECA

Retratando ocultas miserias de la sociedad porteña, este género chico hizo mella en el teatro nacional. Cuando lo grotesco luce agradable.

Lindo parloteo era el que azotaba a la Buenos Aires de fines de siglo XIX. Y no era para menos: con todos los que vinieron a “hacerse la América”, los aires porteños comenzaron a superpoblarse de lenguajes e idiomas múltiples. Italiano, español, hebreo, ruso…Como se dice, éramos pocos y parió la abuela. ¿Quién sería la criatura esta vez? Nada menos que el lunfardo, jerga primitivamente delincuente que alumbraran los barrios reos y orilleros; y a la que se sumaron voces de la inmigración extranjeras y campechanas. En resumidas cuentas, un verdadero merengue de verborragias. Ese que se convirtió en caldo de cultivo para las comedias teatrales de la época.

Que empiece la función

Lo cierto es que los inmigrantes no sólo trajeron consigo sus sueños de grandeza; sino un muestrario de sus más arraigadas expresiones culturales. Y en materia de tablas, supieron importar el teatro por horas; donde se daba rienda suelta al llamado “género chico” español. Eran los tiempos de la Matinée, el Vermouth y la Noche; como solía denominarse a las diferentes secciones de espectáculos que, desde la temprana tarde, se sucedían producto de la brevedad de las piezas. Como verá paisano, tenía para elegir. Y la variedad también alcanzaba a los géneros: la chispeante zarzuela, el disparatado vodevil y el ya conocido sainete; aquel sobre el que le hemos contado largo y tendido. Con raíces españolas, este género supo acriollarse para transformar su escenario: fue derechito de la Gran Vía al patio del conventillo; retratando la dinámica cotidiana de sus protagonistas con una tónica que supo fusionar comedia y melancolía.

Vientos de cambio

Hasta que los años 20 comenzaron a encender la alarma. La gran cantidad de piezas estrenadas hizo que los temas y personajes se volvieran recurrentes. Por lo que, poco a poco, las miradas apuntaron hacia otro género: la revista criolla y sus desprejuiciadas bataclanas -por cierto, siempre ligeritas de ropa-. Reavivar el universo teatral fuera del ámbito “revisteril” parecía misión imposible. Pero el fenómeno que haría saltar las boleterías no tardaría en llegar. Y lo hizo, una vez más, desde el otro lado del océano. Sí señores, desde Italia y con amor, el grotesco también alcanzaría su forma criolla para reverdecer la agotada escena porteña. ¡Piedra libre al drama cotidiano! Aquel que se escondía en las más estrafalarias máscaras de comedia. Aplauden, no dejen de aplaudir.

La hora de las máscaras

Ahora bien, ¿a que nos remite el grotesco? Etimológicamente hablando, proviene del italiano grottesco: voz que refiere a lo ridículo, extravagante, grosero y de mal gusto. ¿Cómo llevamos este concepto a las tablas? Desarrollando un género capaz de expresar la naturaleza bestial del hombre, ese costado primitivo que esconde bajo su apariencia social. Así, la idea base del grotesco sostiene que el hombre posee una máscara que le permite vivir en sociedad; pero bajo la cual se oculta su verdadero rostro. ¿Y si máscara y rostro logran ser uno en algún momento? Allí es cuando el impecable funcionario se muestra como un ser humillado, el galán como un cobarde, el alto empresario como un soberbio… y la lista de desagradables criaturas sigue. En este sentido, el primer sainetero en recurrir a lo grotesco fue Carlos Mauricio Pacheco. Quien contrapuso máscara y rostro -ese que devela los verdaderos sentimientos- en su obra “Los disfrazados”. Sin embargo, el legítimo padre del grotesco nacional no fue más que el escritor Armando Discépolo. Homónimo del gran cantautor Santos Discépolo, este maestro de la pluma inauguró el género con su obra “Movimiento Continuo”. Crack.

Veo, veo

Ubicándonos en la Buenos Aires de los años 20 y 30, ¿qué miserias habrían de esconder las máscaras de la comedia de la vida? Fracasos, desamor, corrupción, delito, humillación. Todas y cada una de ellas asociadas, mayoritariamente, a la ausencia de dinero; tema recurrente del grotesco criollo. Pero… ¿y la Buenos Aires progresista y cosmopolita de aquel entonces? No vaya a creer, paisano amigo, que el baile de disfraces se celebraba en algún destellante palacete. Nada de eso, el escenario del grotesco criollo siempre fue el conventillo o los suburbios de Buenos Aires. Aunque, a diferencia del sainete, este género solía cambiar el patio por la famosa pieza; allí donde se amontonaba la prole familiar. Y donde se sucedía a una historia que no superaba el mes de transcurrir; esa que el espectador disfrutaba en apenas una hora.

Figurita repetida

¿Será que era posible condensar las amarguras cotidianas en tan breve tiempo? Así también lo entendieron quienes conformaron la llamada Generación del ’60, con Roberto Cossa a la cabeza. Autores que impregnaron su pluma de realismo crítico y que supieron recoger la siembra de este género que hoy nos convoca. Sólo que los actores de turno fueron otros: amas de casa agobiadas, pequeños empresarios fracasados, trabajadores apremiados… ¡Otra vez el señor dinero hacía de las suyas! Así es. Las cotidianas tristezas de la clase media argentina componían los rostros que, en aquel entonces, procuraban algún digno antifaz que les permitiese continuar con la contienda del día a día. Esa que, en su versión siglo XXI, aún nos presenta más de un bonito disfraz.