Cada mes de diciembre su recuerdo obliga a una cita de honor. Pues no sólo la memoria ha sobrevivido; sino en cuerpo y alma aquellos que lo han acompañado en su último combate. Se trata de la tripulación del colosal Graf Spee, la que aún queda de esta nave oceánica tripulada por el capitán Hans Langsdorff. Aquel que en el desenlace de 1939, tras la batalla naval que acabara con el andar de su acorazada criatura, decidió poner punto final a su existencia. Por cierto, siempre tan recordada en torno a su lecho, en el porteño Cementerio Alemán, allí donde a más de un camarada todavía se le pianta un lagrimón.
Mucho gusto
Hans Wilhelm Langsdorff, así ha sido bautizado aquel 20 de marzo de 1894 en que asomara al mundo, en la alemana isla de Rügen. Aunque su ajetreada existencia habría de desparramar su nombre por el mundo entero, hasta adentrarse en las lejanas aguas del hemisferio sur. ¿Qué cómo ha sido posible? El entramado político del viejo continente así lo ha determinado: tras su paso por la Academia Naval de Kiev, Hans estrena el acorazado Admiral Graf Spee allá por 1936, cuando, bajo las órdenes del Almirante Bohen, se embarca en tal reluciente nave dispuesto a colaborar con el país germánico en la ayuda que prestara a los anti franquistas durante la Guerra Civil Española. Y la vorágine de los hechos, sumada a sus grandes condiciones, haría que el amanecer de 1937 lo despertara con una promoción a capitanía, para ya tomar el definitivo comando del Graf Spee en noviembre del ’38. Poco menos de un año después, en agosto del ’39, Langsdorff y su nave se disponen a cruzar el gran charco: a poco de desatarse la Segunda Guerra Mundial, la misión era alcanzar el Atlántico en el mayor de los anonimatos para custodiar el horizonte y derribar a todo buque destinado a abastecer al enemigo: en resumidas cuestas, las banderas de Gran Bretaña estaban en la mira. Y así lo estuvieron hasta las mismísimas aguas rioplatenses, allí donde tendría sitio el único episodio de dicha guerra desarrollado en el cono sur del continente, y en tal contexto, la primera batalla entre buques británicos y alemanes. Aunque del lado germánico, bien vale singularizar la cuestión: pues fue el Graf Spee, solito y solo, con todo orgullo y poderío a cuestas, junto al de su capitán, frente a los buques Exter, Ajax y Achiles. Así, el 13 de diciembre de 1939 se abrió fuego a la llamada Batalla del Río de la Plata, en la bahía de Montevideo.
La encrucijada
¿Quién podía a imaginar que aquel sería el final de una trayectoria bélica por demás exitosa? Durante su navegación por el mar abierto del este brasileño, el temeroso Graf Spee se había cargado nada menos que 50.000 toneladas de barcos mercantes enemigos, nueve naves a las que dio piadoso hundimiento, pues ni una muerte había tenido en su haber: todos los marineros de los barcos atacados eran oportunamente rescatados. La alarma se encendió entonces en el seno británico, y comenzó la previsible persecución. Esa que, en la madrugada de aquel 13 de diciembre, colocaría a Hans y su corsario cara a cara con su patria enemiga: un crucero y dos destructores ingleses, regodeados por la avanzada del Graf Spee (¿O será que el propio Langsdorff fue a su encuentro, en busca de más glorias?). Y el enfrentamiento se consuma al fin. ¿Qué quien tenía las de perder? A juzgar por las magnitudes, Langsdorff tenía las de ganar; aunque en el reparto de fuegos entre las tres embarcaciones, también recibe los propios -para ser más precisos, 20 cañonazos que acabaron con 66 vidas-. La decisión fue, entonces, ingresar al puerto de Montevideo y reparar su nave, aún con el enemigo sobreviviente latiendo en las inmediaciones. Tan sólo 72hs, ese era el tiempo de la estancia permitida, de modo que, sin grandes mejoras, el capitán se veía obligado a salir nuevamente a mar abierto. Las voces provenientes de Berlín, tampoco resultaban por demás alentadoras, ni brindaban opción alguna: “…no debe dejar que la nave sea internada en Uruguay…”, de aparente simpatía con Gran Bretaña. ¿El Puerto de Buenos Aires resultaba así una salida airosa? Tal vez lo habría sido, si el calado del gran Graf Spee no hubiera gozado de tamañas dimensiones…Qué más, todo empujaba al comandante Hans a las aguas agrandes, allí donde una reforzada flota británica se frotaba las manos en espera de su, ahora, malherido verdugo. ¿O será que aquello era pura propaganda, y las mentadas naves no habían llegado aún? Morir en manos enemigas o por mano propia, así lo pensó Langsdorff, y escogió la segunda opción.
Cuestión de honor
Ya con la decisión tomada, Hans conduce el Graf Spee en dirección a Buenos Aires y, una vez llegado al límite fluvial de aguas territoriales, detiene su marcha. Su tripulación pasa a barcas argentinas y no quedaba más que el final: el capitán explota cargas en el gran acorazado y lo condena a las profundidades. Su coloso se hunde bajo su mando y por su propia voluntad; mas sin caer en manos enemigas. Langsdorff arriba a Buenos Aires con los suyos, quienes permanecerían allí durante lo que duró la guerra. Algunos lograron luego retornar a su Alemania natal; mientras que otros rehicieron sus vidas en suelo argentino. Aquellos mismos que se congregan cada 20 de diciembre, frente a la tumba del eterno comandante, para recordar su impronta en el exacto aniversario de su final: Hans Langsdorff se suicida de un tiro en la habitación del porteño Hotel Naval, envuelto en la bandera del Graf Spee y tras haber escrito cartas a su familia y superiores. ¿Qué por qué lo hizo? Morir con honor, de ello pareció haberse tratado. Más aún para el correcto Hans, siempre cordial y respetuoso. Caballeroso él, sin importar si se tratase de un prisionero o un subalterno, con quienes mantenía la debida distancia. ¿De tanto fue capaz? Quien sabe…la instigación a tal fatídico hecho de parte de las autoridades nazis también conforma la baraja de posibilidades capaces de explicar lo acontecido.
Otro de los tantos misterios que descansan en la memoria porteña, aunque sin una migaja de acento argento. Una vez más, como tantas otras, los protagonistas de la historia provienen del viejo mundo, ese del que, a fin de cuentas, también estamos hechos.