La pulpería era todo en uno. Cómo no… aunque en suelo porteño, más bien supieron ser dos en uno: un lugar de compra de cuanto a usted se le antojara y un espacio de sociabilidad. Eso sí, alcohol siempre –o casi– de por medio. Así la historia, con la bebida en el meollo del asunto, la pulpería siempre estuvo entre ceja y ceja de la ley. Más si hecha la ley, hecha la trampa, la pulpería no habría de ser la excepción. Supervivencia ante todo.
Bajo presión
Para que vea usted desde que tiempos va la cosa, el siglo XVIII transcurría en sus primeras décadas cuando una ordenanza del gobernador José Bermúdez de Castro determina el cierre de las pulperías desde las diez de las noche en adelante. Además de la prohibición de la venta de vino a indios, esclavos negros, mulatos o zambos y españoles de baja clase. Porque imagine, pues, los efectos del alcohol en gente de esta “calaña”… El caso es que, incluso con ley de por medio, los encuentros de “vagos” estaban a la orden del día en los pagos pulperos, y la llegada de Rivadavia al poder no implicaría benevolencia alguna. Al menos, desde la intención. ¿Recuerda a cerca de la famosa ley de “vagos y mal entretenidos” sancionada allá por 1822? No contento con ella, el para entonces gobernador intenta alejar a las pulperías del centro de la ciudad. ¿Cómo? A partir de una reglamentación en la que estipula cinco patentes diferentes para los comercios urbanos. ¿Y adivine qué suerte le tocó a las pulperías? Un costo de patente tres veces superior para los locales que permanecieran en la zona céntrica. Sin embargo, la ciudad contaba aún por 464 pulperías para el año 1826. Todo un numerito…
Color de Rosas
Sin embargo, el asunto se puso más serio con la llegada del Restaurador. Entre 1829 y 1830, el número de pulperías redujo aproximadamente en un 30%. ¿La razón en apenas un año? El decreto del 7 de noviembre de 1829, el cual prohíbe la apertura de pulperías los días domingos y festivos, con reiteradas sanciones para los pulperos que permitieran reuniones en sus pulperías. ¡Vaya manera de agua la fiesta! ¿O no tanto? Vea usted, ni lentos ni perezosos, los pulperos tenían un as bajo la manga. ¿Cómo se explica, si no, un aumento del 150% en el número de almacenes? Cierto es que la diminución de pulperías pudo haber fomentado el negocio almacenero, pero la cosa huele a piadosa trampa: mismo dueño, mismo recinto; cambio de rubro. ¿Vio qué fácil? Sin embargo, la vieja y querida pulpería no podría zafar del embiste final.
En picada
Los años ’60, en la continuidad del siglo XIX, serían un espectador de lujo en lo que a la progresiva desaparición de pulperías porteñas respecta. ¿Acaso ya era mucho pedir para una criatura con gen de campaña? La vida en la ciudad es dura, tanto como la competencia. Pues los aires liberales que emanaba la política de entonces hizo que la pulpería debiera rivalizar con nuevos espacios y maneras de reunirse, socializar y asociarse: todo cuanto era sensación para entonces. Sin embargo, la guardia se mantenía alta: a mayor concentración de personas, mayor control. Por lo que, a partir de 1853, los encarcelamientos por disturbios en pulperías se multiplicaron. La prohibición de venta de alcohol decretada en 1857, sin distinción de público, acabó siendo la estocada final. Pues, aún con la mala reputación de su clientela, la llamada gente “bien” que asistía a ellas optó por nuevos espacios de socialización: los salones de baile y cafés. Por cierto, reductos más “decentes” y de mejor fama. Así, las reuniones en las pulperías comenzaron a perder peso, asiduidad, costumbre.
Cierto es que la decadencia fue progresiva, todo lo que el desacato de la ley lo permitió. Las denuncias contra las “reuniones de vagos” continuaron un buen tiempo, aunque cada vez más vinculadas a pulperías más lejanas. La ciudad, tan afecta y a la vez tan ardua al espíritu pulpero, decía entonces adiós a una de sus más singulares criaturas. Y sí, a más de un parroquiano se le habrá piantado un lagrimón.