Hotel de Faunch, el five stars aldeano

FOTOTECA

Hospedaje de lujo en la Buenos Aires de principios de siglo XIX, el hotel Faunch fue pura distinción inglesa a orillas rioplatenses.

Un hotel de aquellos fue el Faunch, aquel al que sus inicios de fonda le quedaron chicos cuando Buenos Aires se encaminaba como la Gran Aldea que supo ser. Y no era para menos. Alguien debía recoger el guante de la prometedora ciudad que los viajeros ya no solo comentaban al otro lado del Atlántico, sino visionaban en su horizonte como la mismísima orilla del Río de La Plata. Aunque a decir verdad, el panorama real y geográfico no era nada prometedor… Pero hombre de fe fue don James Faunch, a quien, tras dejar atrás su Inglaterra natal en la primera veintena del siglo XIX, las siete millas que lo distanciaron de la costa porteña no le bajaron la moral. No, no, ni aún debiéndolas sortear, ante el mísero calado del río, bote y carreta mediante, con equinos semi sumergidos incluidos. Porque el que sabe, sabe. Y el inglés se las sabía lungas.

Visionario

El caso fue que, tras la cordial bienvenida del famoso “mar dulce” y su correspondiente bautizo, James Faunch y su esposa, Mary Morley, fueron a parar a los de una compatriota: la posada de Mrs. Taylor. Doña Clara para l@s amig@s crioll@s, vio. Una doña cuyos lares en la calle 25 de Mayo, a pasitos nomás del Fuerte de Buenos Aires, fue su primera morada. Pura cordialidad y tranquilidad para dejar atrás a la tumultuosa y políticamente agitada Londres. Por lo que para la feliz parejita Buenos Aires era mucho más que borrón y cuenta nueva. Era una oportunidad para sacar lustre a su experiencia al frente de una taberna. Sí, precisamente aquí, donde cada vez más ingleses como ellos arribaban necesitados de un palto caliente a gusto de su paladar, unas palabras amables en su mismo idioma y, cómo no, una buena cama en la que descansar tras tanto viaje. Por lo que al bueno de Faunch empezó a picarle el bichito de la hotelería. Y no dio puntada sin hilo.

Como en casa

Esquina de 25 de Mayo y Rivadavia. Sí, ahí nomás la ilusión se hizo realidad. Faunch instaló su propia fonda, a la que dio como nombre su sajón apellido. Por lo que todo inglés que caminaba iba a parar a su mesa. Y déjeme decirle que fueron unos cuantos. Con decirle que allá por 1822, unos 27 compatriotas se dieron cita allí para festejar el cumpleaños del rey Jorge IV. Sí, señor@s, que la distancia no sea excusa para festejar… Y el mismo ímpetu corría para las fiestas patrias y para todo señorito o señorita inglesa que quisiera celebrar su banquete particular en la renombrada esquina. La propuesta era simple pero eficaz: comida como en las islas británicas en combinación con un cuidado servicio de hospedaje para quien así lo desease. Todo cuanto hizo que el casero proyecto de los Faunch empezara a ganar envergadura. Hasta que la palabra “hotel” cayó por su propio peso. Y pesado eh… Pues, aún con sus competidores en la zona, les pasaba el trapo a todos. ¿Es usted una personalidad destacada de la cultura, cónsul, artista, autoridad religiosa o política?, ¿acaso un destacado comerciante? El Hotel Faunch es el indicado. Ninguno otro. Ni el Keen, en 25 de Mayo entre Bartolomé Mitre y Cangallo; ni la conocida fonda de los Tres Reyes, en 25 de Mayo entre Bartolomé Mitre y Rivadavia. Pregúntele sino a Woodbine Parish, primer cónsul británico, alojado en lo de Faunch en 1824. Y no sólo eso, sino que fue allí mismo donde se despachó con la noticia de que por sus tierras el reconocimiento de la independencia argentina ya estaba al caer. ¡Y se tiró el hotel por la ventana, nomás!

A todo trapo

¿Más huéspedes para este boletín? Nada menos que don Amadeo Grass, afamado pintor y fotógrafo pero que también se llevaba muy bien con el cello y hasta supo ser miembro de la Ópera de París. Por lo que participó de una de las veladas en las que la música también hizo check in en lo de Faunch. Así la historia y la fama, a poco de que llegaran los años ’30 se vino la mudanza. Sobre la calle San Martín, justo frente a la Catedral, el edificio elegido para el nuevo hotel estuvo en obras más de un año. Pero quedó de punta. Vea usted, contaba no solo con habitaciones sino también con departamentos para familias. Baños calientes y fríos como primicia en el país, y un mirador con vistas al río que era la envidia de tantos otros establecimientos. Para colmo, la cocina seguía siendo uno de sus ases bajo la manda, esta vez con la opción de viandas personalizadas y vinos a la altura a la hora que usted quisiera. ¡Un veinticuatro horas de lujo! Por lo que el arzobispo romano Juan Muzi y su comitiva –entre la que se encontraba Mastai Ferreti, futuro Pío IX– fue uno de los que pudo darse el gustazo de alojarse allí, a toda pompa.

Chau, chau, adiós

Eso sí, de tal chiche disfrutaron Juan Muzi, el futuro pío y unos cuantos más, pero no el pobre de James Faunch, quien murió en febrero de 1828. Por lo que el negocio pasó a manos de la viuda, quien colocó la frutilla del postre. A partir de agosto de ese mismo año, iluminación a gas ¿Qué tal? Ni lenta ni perezosa, doña Mary, tampoco para el amor. Pues al año siguiente, recuperada ya de su viudez, se casó con su asistente. ¿Y dónde se celebró el fiestón? Cual devolución de gentilezas, en lo del cónsul Woodbine, un amigo de la casa. Eso sí, vaya uno a saber si fue una maldición de don Fauch, pero la feliz pareja se quedó sin perdices dos años después, cuando decidieron tomarse una vacaciones en su tierra natal. Vendieron el hotel al  también inglés imprentero John Beech, remataron todos sus bienes y se embarcaron, nomás. Aunque para 1833 ya se habían arrepentido. Tras tantos años de ausencia, el país no era el mismo. Por lo que decidieron volver para abrir un nuevo establecimiento en la tierra que tan bien había recibido a Mary y su primer marido. No va a usted a creer, que habiendo cargado en el barco lo mejor de lo mejor para el nuevo hotel, resulta que el barco se hundió en las costas uruguayas. Y adiós no sólo a los artefactos, sino también a sus vidas. No se salvó nadie. A excepción del capitán y un marinero. ¡Vaya desgracia!

 

¿Y qué quedaba entonces del glorioso hotel Faunch? Sí, en manos del imprentero, que había llegado a Buenos Aires contratado como impresor y litógrafo por el gobierno. Administró la Imprenta del Estado entre 1829 y 1830, pero al hacerse del hotel Faunch cambió drásticamente su rumbo. Claro estaba, un rumbo que no era el suyo. Por lo que el hotel perdió su ambición de mantenerse allá arriba, encumbrado y empezó a venirse a menos, hasta ser uno del montón.  En 1841 cedió su planta baja y parte de la alta al Club de Residentes Extranjeros, allí mismo fundado. Y ni aún así logro lidiar con la administración. Por lo que dos años después, el imprentero agarró sus petates y se volvió a Europa, cediendo la totalidad del edificio al club, así como todo el mobiliario e instalaciones en él presentes. Una historia más de brillos y ocasos en una Buenos Aires que ha sabido devorarse a sí misma. Pero que, de tanto en tanto, invita a sacar del arcón de los recuerdos a algunas de sus más preciadas joyas. El hotel Faunch ya pedía su turno…