Una criollada de aquellas. A lo sumo, una diversión con sello latinoamericano, de esas que se desentienden de las herencias europeas y las subyace un pasado colonial común; una raigambre continental capaz de remontarnos, incluso, a las tradiciones de nuestros pueblos originarios. Entonces, pues, he aquí la sorpresa… ¿Y si le decimos que el viejo y querido juego del sapo no es ninguna de todas esas cosas? Pase, lea y no se lamente.
Legendario
Cuenta la leyenda que para los Incas el sapo era un personaje ceremonial. Reconocido por sus poderes mágicos, la familia real le ofrendaba piezas de oro junto al sagrado lago Titicaca para llamar su atención. Y si así lo conseguía, el sapu emergía de las profundidades para hacerse de una de las piezas; concediéndole así un deseo a quien la hubiera ofrendado, y convirtiéndose éste en oro. ¿He aquí el punto de partida o la musa inspiradora de uno de los juegos más tradicionales de Latinoamérica? Pues parece que el Pukllay Sapu – “jugar al sapo”– de los Incas, una diversión basada en la danza y alegría, no sentó las bases de nuestro pasatiempo protagonista. Sí, señores. El juego del sapo también mira con complicidad hacia el otro lado del océano, esa otra orilla en la que escribió su fáctica historia.
Sapo de exportación
¿Todos los caminos conducen a España? En principio, sí. Vascos y asturianos se disputan la autoría del juego del sapo. Documentado desde el siglo XIX, era diversión común en las sidrerías de aquellos pagos; aunque el País Vasco también sabe de clubes raneros. Sin embargo, los orígenes del juego del sapo parecen hallarse en otras latitudes: el sureño condado inglés de Sussex. Fue en aquellas tabernas donde se daba rienda suelta al Toad in the holes –“sapo en el agujero”– y desde donde se habría exportado no solo a suelo español; sino a la mismísima Francia, tierra en que se lo conoce, como Jeu de la grenouille –“juego de la rana”–. ¿Diferencias? Vaya si las hay, ya desde el mismo nombre. Y he aquí el quid de la cuestión.
El huevo y la gallina
¿Qué por qué los ingleses jugaban al “sapo en el agujero” si, de acuerdo al juego que todos conocemos, el sapo es uno de los huecos por el que ingresan las monedas? Pues porque por aquellos pagos se llamó “sapos” a los mismos discos o cospeles arrojados, por cierto, a un único agujero, sin personificación alguna. Así la historia, ¿por qué los ingleses dieron tal bautizo al juego?, ¿por el “saltarín” vuelo de los discos en busca del agujero? Tal vez, aunque cierto es que, para fines de siglo XVIII se registró de forma impresa por primera vez, un popular plato del norteño condado de Yorkshire, llamado precisamente “sapo en el pozo”: una receta de embustido en pasta. Cacerolas aparte, el caso es si el juego inglés y su bautizo animó a franceses y españoles a dar con una versión personificada del juego (con sapo literal incluido) o si la cuestión gastronómica poco y nada tiene que ver con el asunto y en realidad fue el juego inglés quien se adaptó la versión continental europea de modo más simple, en tanto la primera competición oficial de Toad in the Hole se celebró, recién, en 1983.
La cuestión culinaria parece meter sus narices no en vano, e Inglaterra, así como en el fútbol, parece ser, una vez más, la madre de una de nuestras más adoradas prácticas; de esas que la cultura popular adopta como propias, haciéndolas parte de su acervo. La mirada inmóvil del sapo, su boca abierta, ávida de monedas, es un gesto casi nostálgico para generaciones pasadas, aunque en tiempo presente parece revelar una verdad tantas veces cantada pero en esta ocasión ignorada: expectante, desafiante, nuestro viejo y querido sapo no es ningún saltimbanqui. Lo suyo no es saltar; lo suyo es estar quieto. El que no salta es un inglés…