Esa noche la vereda de la pulpería parecía admitir, como en un bucle del tiempo, los más improbables asincronismos: un rider de PedidosYa, mochila al hombro y casco en mano, esperaba junto a la reja de hierro –una reliquia de la que se dice que fue parte original del Cabildo de Buenos Aires–, mientras un criollo de boina y bombacha consultaba la pantalla de su smartphone. Como descendientes de una mitología dislocada, jinetes motorizados y paisanos con Gigas ilimitados. Después de todo, como escribió el historiador de Areco Ricardo Monserrat, “el gaucho es una idea, ser gaucho es opcional”.
En el fondo de la casona de San Telmo, una voz anunciaba:
“La milonga payadora
está en Quilapán de paso,
donde a veces el ocaso
anda enamorando auroras…”
La pulpería Quilapán –nombre que homenajea al cacique mapuche José Santos Quilapán– funciona en un caserón restaurado según pautas de estilo de arquitectura colonial. Adentro se conserva una auténtica pared de 1720 y muchas cosas más: una bodega que perteneció a Juan Duarte, un mostrador de estaño, un juego de sapo, una multitudinaria colonia de jarras pingüinos en continua expansión y, según conjetura la web de la pulpería, un inodoro Jennings traído del Palacio San José y en el que, exigiendo un poco la cronología, podría haberse sentado Urquiza.
Pulpería “eco-socio-cultural”, la define el sitio oficial donde también cuelga su ocurrente Manifiesto: “Un verdadero viaje adentro de la Argentina con comidas nativas, bebidas criollas, artesanías vernáculas o recicladas, libros salvajes, drogas autóctonas, talleres indígenas, bailes folklóricos, juegos argentinos y otros gozos”.
Entre los gozos, esta noche se celebra el regreso de la payada al circuito porteño, después de más de un año y medio de cuarentena. Por el público que colma las mesas del jardín se mezcla algún atuendo gaucho (estilo que el delantero del PSG Mauro Icardi emuló en la red carpet de la última Semana de la Moda en París, en clave gauchic). Los saludos de mesa a mesa confirman el reencuentro de habitués de las Noches Payadoras. El canto criollo repentista –en el que se improvisa por milonga sobre temas elegidos en el momento–, no solo es una tradición vigente, sino robustecida por la proyección de nuevas generaciones de payadores. La que se acerca a los cuarenta años tiene a Emanuel Gabotto (de Dolores, hijo y nieto de payadores) y David Tokar (figura de San Vicente) entre sus artistas más inspirados. También, entre los más emprendedores: organizan un Certamen Federal, coordinan talleres que son semilleros de talentos, comparten un programa en Radio Nacional, ocasionalmente se entreveran con freestylers en batallas de gallos. Además, son los anfitriones de estas Noches Payadoras, que como toda velada de improvisación tienen su expresión culminante en el contrapunto: el duelo que enfrenta a dos payadores en una competencia de ingenio, velocidad de reacción y provocaciones mutuas, en la que el aplauso inclina la balanza.
Los versos que abren la noche, en este patio con glicinas, son menos confrontadores y más emotivos. El tema del Covid sobrevuela y brota la elegía: “El alma es una querencia que simplifica la ausencia y siente al otro presente”, “Y el arte se vuelve un rezo, pa’quellos que ya no están…”, “Y qué triste dar un puño, en vez de dar un abrazo…”. Pero la vida sigue, la payada también, Covid rima con David (que además lo tuvo) y Gabotto anticipa el contrapunto que va a cerrar la noche, con festiva jactancia, advirtiéndole a su contendiente:
“…Y le quisiera aclarar,
sin creérmelas de Mío Cid,
en esta lírica lid,
por eso no menoscabo:
¡Guarda, que yo soy más bravo
que el tan mentado Covid…!”
Entre otras cosas, el payador es cronista de su tiempo, desde el origen inmemorial del oficio. Sarmiento hace referencia a esta función periodística: “El cantor está haciendo, candorosamente, el mismo trabajo de crónica, costumbres, historia, biografía que el bardo de la Edad Media”. Califica estas crónicas como “rapsodias ingenuas”, para después describir la poesía como “pesada, monótona, irregular, cuando se abandona a la inspiración del momento” y agregar todavía otros epítetos: pomposo, desarreglado, prosaico, insípido.
Más de ciento setenta años después, en el barrio de Gabino Ezeiza –el payador urbano por antonomasia, a quien se le atribuye la profesionalización del arte hacia 1880– la payada florece: sutil, aguda, sentimental, con la belleza de lo desigual y lo espontáneo.
El público nunca es mero espectador. Participa eligiendo temas para la payada o proporcionando de antemano versos que los payadores deberán ingeniarse para acomodar en sus décimas. Hasta que llega el momento crucial del duelo. Gabotto vs. Tokar ya es un clásico del circuito en el que el Martín Fierro es ley universal:
“A un cantor le llaman güeno
cuando es mejor que los piores;
y sin ser de los mejores,
encontrándose dos juntos,
es deber de los cantores
el cantar de contrapunto.”
Borges señaló la payada entre Fierro y el Moreno, incluida en La vuelta de Martín Fierro, como el único pasaje de “poesía gaucha” inserto en la “poesía gauchesca” de José Hernández, subrayando esta distinción: la literatura gauchesca “abunda en comparaciones tomadas de la vida pastoril”, temas vernáculos y color local, salvo, justamente, cuando el relato recrea una payada.
Emanuel Gabotto y David Tokar, discurren sin ripios entre la metáfora rural y la analogía pistera, la emoción y la chispa, la ciudad y el campo, cómodos en su arrabal sin tiempo.
Gabotto:
“Mi motor en movimiento
pongo enfrente de la gente
porque ya siento a mi mente
tibia y así la caliento.
En cambio en este momento
noto que no se incentiva,
frena mi copla nativa
en la poética lid:
¡Pasalo a nafta, David,
que te paso por arriba!”
Tokar:
“No sé lo que está diciendo,
tampoco sé si es posible.
Él me habla del combustible,
dice que me está corriendo.
Yo en su mente voy leyendo
y aquí lo dejo que avance,
por más que es difícil trance
y viene a buscar camorra…
Una cosa es que me corra…
¡y otra cosa es que me alcance!”