Juego criollo si los hay, la paisanada lo aprendió de los españoles y parece que ya los griegos andaban por ahí tirándole huesos al azar. Porque la mentada taba, no era otra cosa que un hueso astrágalo vacuno y cada gaucho solía tener la suya, adornada con detalles personalísimos.
Rural y clandestino, jamás fue legalizado y era perseguido por las autoridades para evitar alborotos, peleas y discusiones propias del manejo informal del dinero. Porque la taba, más que un juego, es una apuesta. El gaucho lo practicaba no por diversión, sino por vértigo y casi como un medio de vida. El “queso” o campo de juego era una simple raya trazada en un terreno preferentemente blando y apenas húmedo. De cada lado, a unos seis o siete metros de distancia, dos gauchos frente a frente, mano a mano, jugaban a ganar o a quedarse seco.
Como siempre, cuando hay guita de por medio, se regían por un conjunto de reglas consuetudinarias que se acataban con mayor o menor fervor. Básicamente, se trataba de arrojar la taba del otro lado de la raya. Si caía con la parte lisa hacia arriba, el tiro era ganador y se llamaba suerte. Si lo hacía con la parte hueca, era perdedor y se llamaba culo. El tiro pinini, que consistía en clavar la tapa en forma vertical, cambiaba de valor de acuerdo a lo estipulado por los participantes. Los de afuera eran de palo, pero tampoco se abstenían de apostar. Sea a mano de uno u otro competidor, sea a suerte, culo, panza, hoyo u ombligo. Cualquier contingencia que sufriera la taba servía para tentar al destino; lo importante era apostar. Y no solo dinero, sino que también se ponían en juego otros bienes o pertenencias.
Hoy en día, este tipo de vicios son monopolio de bingos y casinos. El que busque la taba solo la encontrará en pequeños círculos de fanáticos, en pinturas alusivas o en la voz de algún cantor criollo que, como el más famoso de los nuestros, haya sufrido por ella los reveses del azar. Así y todo, no es poco.