Las callecitas de Buenos aires tienen ese que se yo…y las veredas no se quedan atrás. Tienen ese olor a barrio, a tarde compartida, a vida que pasa, que sucede, que compartimos puertas afuera. ¿Te acordás, hermano…? De los tiempos de la silla en la vereda. Silla donde reposa la vieja, silla donde reposa el jovie. Silla simbólica… ¡Cuánta razón tenía Roberto Arlt! Junto a la puerta, una silla. Ni más, ni menos. Tan simplemente una silla, aquella a quien el escritor dedicara una de sus Aguafuertes Porteñas. Pues, aunque usted no lo crea, la silla y la vereda se hallan en el inventario de sanas costumbres a las que, alguna vez, la ciudad de Buenos Aires dio rienda suelta.
Abran puerta
Claro que quien dice silla también dice reposera, banquito o cuanto sitio donde depositar su integridad usted encuentre. La silla es la excusa, el objeto identificador de un noble ritual argentino cada vez más en jaque, de una rutina de esas que no agotan; sino que dan gusto. ¿Y si Buenos Aires olvidara su furia, su prisa, su ya inherente automatización? ¿Y si los días dejaran de ser una carrera contra reloj, un puñado de vertiginosas horas más propicias a sucederse detrás de una pantalla que en el propio mundo circundante? Si todo ello ocurriera, tal vez podamos volver a salir a la vereda.
La casa es chica, la vereda es grande
¿Qué quedaba dentro? ¿La comodidad de un mullido sillón?, ¿de una confortable cama? Lo mismo daba. En los buenos viejos tiempos (los de nuestros abuelos, los de muchos de nuestros padres, y hasta los de muchos pueblos y ciudades del interior que aún los mantienen vivos), a la vereda no había con que darle. En ella siempre había sitio para uno más: para un pariente, para un amigo, para un vecino… pues no reconocía fronteras ni individualidades. Compartir lo era todo: el valioso tiempo que no se perdía, la charla por el solo hecho de charlar, vaya uno a saber de qué…De la vida que pasaba frente a las narices, esa que se contemplaba sin prisa y con pausa. Pues de salir y mirar también iba el asunto. Mirar el caer de la tarde, el ir y venir de los más chicos de la cuadra jugando entre sí. Lo cierto es que poco importaba que sucediera delante de los ojos, cuál era la conversación de turno. Lo que importaba era estar allí, en la vereda, mate, refresco o cerveza de por medio.
Volver a las fuentes
¿Será que aún hay tiempo de recobrar todo aquello? Como si de una vieja foto se tratara, las veredas con sus sillas y sus gentes parecen desdibujarse de las improntas barriales a punto ya de desaparecer. Sí, a pesar de haber sido todo un estandarte de los atardeceres de verano, aquel que, a decir de la pluma de Arlt, “consolida el prestigio de urbanidad ciudadana”. Pues la presencia de familias “estancadas en las puertas de sus casas” completa la postal del “barrio profundamente nuestro“. ¡Volvamos a ser dueños de las veredas! De nuestras tardes, de nuestro tiempo…de una vida con menos indiferencias y muchas pero muchas más sillas.
Silla cordial de la puerta de calle, de la vereda; silla de amistad (…); silla que se le ofrece al propietario de al lado; silla que se ofrece al joven que es candidato para ennoviar; silla que la nena sonriendo y con modales de dueña de casa ofrece, para demostrar que es muy señorita (…); silla donde se eterniza el cansancio (…); silla engrupidora, atrapadora, sirena de nuestros barrios.