Dicen que el amor no entiende de fronteras. ¿O Sí? Para despejar toda duda, este par de tortolitos que hoy nos convoca ha sabido dar fe de ello. Y ojo que no nos referimos a un sentido literal de la expresión ¡Cuánto más lejos estaba el asunto de una simple distancia! A las fronteras geográficas, por cierto, generosas como el océano Atlántico, el romance de Marcelo T. de Alvear y Regina Pacini debió sumarle novelescas barreras que, más que echar por tierra la relación, agigantaron una de las historias de amor más desafiantes que recuerde la alta sociedad argentina.
Ella y él
Pues bien, veamos de qué iba la vida de los flamantes protagonistas. Por un lado, la dama del canto; por otro, el dandy oligarca. Regina Pacini, hija de una andaluza y un italiano, tenía apenas 17 años cuando con su voz angelada logró meterse en un bolsillo al coliseo de la ópera portuguesa: el Teatro Real de San Carlos. Profeta en su tierra, Regina construyó, desde entonces, una brillante carrera lírica. El Liceo de Barcelona, la Scala de Milán y hasta la Ópera de París cayeron rendidos ante sus encantos vocales. Sólo que, lejos de las luces del escenario, la mejor conquista de “la Pacini” aún estaba por venir. Y sería del otro lado del océano, allí donde un atractivo y adinerado jovenzuelo no sólo gozaba las mieles de una vida burguesa; sino que se daba el lujo de portar un apellido de aquellos. Nieto de Carlos María de Alvear, quien colaborara con José de San Martín en la campaña libertadora, e hijo de Torcuato, el primer intendente de la ciudad, Marcelo Torcuato no podía más que forjarse un futuro ligado a la política de elite. Sin embargo, una especie de padre político entraría en acción para romper todos sus esquemas. Corría el año 1890 cuando Marcelo, junto a otros estudiantes amigos, participa de la revuelta que se levantara contra el pobretón mandato del presidente Juárez Celman: la llamada Revolución del Parque. (¿Recuerda don? Aquella que hizo destrozos en el ya conocido Palacio Miró. ¡No me va a decir que no se lo contamos!) Lo cierto es que, en medio de aquel fulgor combativo, este “niño bien” hizo migas con un tal Leandro N. Alem. Ah, y con otro fulano un tanto mayor que él. Ese que lo acarrearía a las filas militantes de una nueva fuerza, la Unión Cívica Radical. Sí, señores. Se trató nada menos que de Hipólito Yrigoyen.
El que quiere celeste…
La pregunta es, ¿cómo fue posible que las vidas de estos dos se entrecruzaran? Resulta que el talento de Regina logró cruzar el gran charco. Y, en 1889, se hizo presente en el Solís de Montevideo; entre cuyos espectadores se encontraba Diego de Alvear, primo de Marcelo. Y fue tal la manija que le diera a nuestro protagonista que, con toda su estirpe varonil a cuestas -aquella que lo convertía en el soltero más codiciado-, se hizo presente en su palco del Politeama para escucharla en primera persona. Y el flechazo fue terminal. Tanto así, que tras la actuación no se anduvo con chiquitas: le envió unas cuantas docenas de rosas blancas y rojas y una pulsera de oro y brillantes. ¿Qué hizo Regina? Devolvió la Joya y marchó al viejo continente. Algo que para Marcelo resultó insignificante. ¿Qué mejor inversión para su fortuna de $1.000.000 de pesos que ir a la caza de su amor? Budapest, Montecarlo, Londres y París fueron algunos de los escenarios que compusieron el derrotero de la persecución. Allí donde siempre dejaba a Regina su presente floral. Sin embargo el acercamiento definitivo se produciría debajo de las tablas. Las fiestas aristócratas europeas, esas en las que Marcelo tenía pase libre, eran la excusa ideal para conocerse. Y tanto fue el cántaro a la fuente que, en el año 1903, y declaración mediante, Regina dio el sí. ¡Pero con condiciones, eh…! La soprano aún tenía un promisorio futuro; por lo que aceptó casarse con Marcelo a condición de cantar por cuatro años más. Ella no iría a dejar de su carrera para convertirse en la señora de nadie. ¡Ni siquiera en la del galanazo argentino! Bien que morían de envidia las adineradas jovencitas de Álzaga y Anchorena. ¡Qué le había visto semejante buen mozo a aquella portuguesa petisa y de generosa nariz! La aristocracia porteña fue pura resistencia contra la pareja. Mientras que, del otro bando, la madre de Regina tampoco mostraba conformidad. ¿Cómo su hija iba a poner fecha de vencimiento a su voz? Son embargo, la boda fue un hecho.
La gran jugada
¿Qué nadie está de acuerdo con la boda? ¡Entonces que nadie asista! Así lo habrán pensado los tortolitos, quienes dejaron a sus invitados perfumados y bien plantados. Cuando las puertas del templo portugués se abrieron, apenas asomó una criada y un policía para hacer frente a la multitud allí presente. ¡La parejita se había casado en secreto a las siete de la mañana! Gran cachetazo gran a toda crítica y prejuicio. Imagínese, usted. ¡La elitista familia Alvear estaba que trinaba! Ni hablar de la burguesía ibérica. Pero poco importó aquello. Marcelo se despachó con un regalo de bodas que daría que hablar: ¡un castillo normando en Versalles! Menudo nido de amor para una pareja que regresaría a Argentina cuatro años más tarde, en 1911. Un año después, Marcelo fue elegido diputado. Y tras otros cuatro, el ya presidente Yrigoyen lo nombró ministro plenipotenciario en París. ¿Fin de la historia? Claro que no: en 1922 don Hipólito volvería a señalarlo; pero, esta vez, como su sucesor. Marcelo Torcuato fue presidente de la República hasta 1928, tiempos bienaventurados para nuestro país. Mientras tanto, Regina oficiaba de discreta primera dama; aunque su mejor faceta de esposa se vería cuando las malas golpearan la puerta. Y lo hicieron en 1932, año en que -tras el Golpe de Estado que derrocara a Yrigoyen de su segundo mandato- se prescribiera su nueva candidatura a presidente. ¿Quién sería el nuevo mandamás? Agustín P. Justo, ministro de guerra de Marcelo que, una vez convertido en de Jefe de Estado, no dudó en traicionar a su antiguo jefe. En 1933 lo encarcela en la isla Martín García, condenándolo a vivir con otros detenidos políticos. ¿Y Regina? Se dice que cruzó más de 50 veces el río en barca para llevarle comida y ropa a su marido. Además de su incondicional compañía.
Lo cierto es que para cuando Alvear recuperara su libertad, nada sería lo mismo. Había perdido casi toda su fortuna en manos de los lujos y la política. Y fue un 23 de marzo de 1942 cuando una crisis cardíaca le arrebata su vida. Como no podía ser de otra manera, con Regina a su lado. Esa que se refugió en “Villa Elvira”, la casa que compartieran en Don Torcuato, hasta los 95 años que tuvo de vida. Aquella que había entregado a su gran amor aún después de su muerte. Porque no había día 23 en que Regina no acudiera al cementerio de Recoleta, a visitar la bóveda de su marido. ¿Con las manos vacías? Claro que no. Un ramo de rosas blancas y rojas nunca dejaba de acompañar a su silencioso llanto.