Detrás de todo gran producto hay una gran historia, cómo no. Porque la comunidad hace la fuerza y el sabor, la identidad: de los pueblos, de su ancestral vínculo con el territorio, de un modo de ser en el mundo. Desde el Chaco Argentino, en la provincia de Salta, la miel silvestre del pueblo Wichi así lo asevera. En charla abierta con Juan Pearson, ingeniero agrónomo y coordinador del proyecto, nos metemos en la cocina del asunto. Pues tras bambalinas es que descansa el verdadero valor agregado de la más pura y refinada miel. En lengua indígena y con nombre propio, tsawotaj.
Originaria
Norte de Salta, departamento de Santa Victoria Este. Allí, limitando con Bolivia, Paraguay y la provincia de Formosa. Allí, en el corazón del llamado Chaco argentino, donde la lluvia escasea durante buena parte del año. Allí, sí, allí, en esa porción del mapa no tan conocida ni visitada, alrededor de un 60% de la población es originaria. Y originaria, propia, su forma de vida, su lengua, su subsistencia ligada a actividades económicas ancestrales. No fue sino hasta el año 1902 que ingresaron los primeros ganaderos criollos y la mixtura de realidades comenzó a afincarse en el terreno. Desde que Juan Pearson se instaló allí en el 2007, la complejidad de tal realidad era tan evidente como necesario echar mano, planificación y mucho, pero mucho pulmón. Ante la inyección de dinero que la comunidad comenzó a recibir en forma de ayuda social, el juego capitalista aceitaba su funcionamiento al permitir a los pobladores adquirir alimentos a través del dinero; más sin producción de por medio. Sí, la ecuación no cerraba. Ni aún ofreciendo lo propio, lo que madre natura da y sus hijos, esfuerzo y dedicación mediante, son capaces de recoger: la miel.
Dulzura ancestral
Desde la primavera hasta principios del verano, la miel silvestre es, por sobre un producto, un recurso, una perla de la naturaleza que la comunidad Wichi “El Larguero” no ha alterado en su esencia. Pues el caminar el monte, el conocerlo, el revelarlo en su comportamiento parece ser un conocimiento tan inherente a su genealogía como el resguardar y respetar su propio territorio, sin artificios de por medio. Así pues, la miel se recolecta en estado silvestre, se la “exprime” artesanalmente a través de un prensado manual y se la envasa. Alrededor de una década atrás, en botellas de gaseosa. Y ahí el truque. Y luego la venta, siempre presa del astuto juego de la oferta y la demanda, aquel que se acentúa ante la estacionalidad del recurso. Por lo que, si al principio la demanda es grande, la merma en la necesidad con el correr de los meses, de la abundancia, vaya si condiciona. Inmerso en dicho escenario, Juan Pearson comprendió que la comunidad Wichi, su valioso trabajo y mejor producto, merecían algo más de justicia. Y no se quedó quieto.
Nueva etapa
¿Acaso era posible un nuevo emprendimiento desde el que establecer un comercio más justo y amplio sin alterar las formas de la comunidad a la hora de vincularse con el territorio? Vaya si lo era, más no fuera tarea sencilla. ¿Pues cómo obtener el capital suficiente para invertir en él? ¿Cómo esperar a que el proceso de sus frutos y las ventas su ganancia cuando el dinero es una necesidad del día a día? ¿Cómo para una comunidad que desconoce las instancias de la cadena productiva y el amplio abanico de distribución por sólo ser para ella, su tierra, un universo todo? Juan Pearson aportó el combustible inicial, sí, pero el desafío era mucho mayor. Era entender que una venta a precio más justo era importante, así como el ingreso digno por una actividad ligada a los conocimientos y cultura propia de la comunidad. Era entender que había un vínculo con un exterior desconocido. Que el propio Juan, en su condición de coordinador e inversor inicial, no era el nuevo “comprador” de la miel recogida, sino que el proceso de comercialización completo era menester y responsabilidad del colectivo, que debían asumirlo como propio. Y la presencia de Slow Food supo propiciar su buen espaldarazo al asunto.
Catapulta
Por intermedio de Mercela Biglia, Ingeniera agrónoma especializada en certificaciones orgánicas, el respaldo de la organización internacional Slow Food fue un hecho para que la miel silvestre del pueblo Wichi se convirtiera en uno de sus baluartes desde el 2018. Actuando para incrementar de manera sostenible la recolección de la miel silvestre y capacitando a productores sobre técnicas de cosecha limpias, Slow Food abrió las puertas a nuevos horizontes, y en el más literal de los sentidos. El financiamiento que proveyó para la construcción de una sala de procesado, así como un depósito, y demás acciones vinculadas a la difusión (como la grabación de un video o impresión de cartilla sobre la miel y su proceso) resultó de vital importancia. Más también el posibilitar que los miembros de la comunidad puedan viajar para ser testigos del proceso productivo en persona. Ya no era lo que les contaban; sino lo que veían y comprendían.
Comprender el valor. Ya no solo el económico. Sino el simbólico e identitario. Aquel que, así como la pureza incomparable de la miel silvestre, encierra en sí mismo aquello que ninguna otra miel es capaz de ofrecer. Y en ese comprender del afuera, valorarse más en el propio seno. Un proceso lento pero seguro. Para paladear suave, en tiempo y forma. Así como nos damos el gusto de hacerlo en la pulpería. De compartirlo. Porque detrás de todo gran producto hay una gran historia, cómo no… La misma que esconde el por qué de cada producto y plato ofrecido en la pulpería. Venga, pase y deguste. La miel silvestre Wichi ya es parte de la pulpería Quilapán.
¿Gusta de saber más sobre su proceso? Esta historia, y estas líneas, continuarán…