Allá por 1822, cuando el hueco comprendido entre Lavalle, Talcahuano, Libertad y Viamonte se convierte en plaza, una única construcción acaparaba las miradas de la zona. Ocupando la manzana del actual Palacio de Tribunales, el edificio del Parque Artillería asomaba como un verdadero gigante. Tanto así que extendió su nombre a aquel nuevo espacio verde: la plaza se llamó entonces “Plaza del Parque”, y los terrenos circundantes adquirieron una notoria revalorización. Si lo habrá sabido Mariano Miró, que en 1841 y tras una disputada subasta pública, se adueñó del valioso solar ubicado entre las calles Viamonte, Córdoba, libertad y Talcahuano. ¿Con que fin? Levantar, lo que sería, la nueva y absoluta atracción del lugar: el imponente Palacio Miró.
Lujos eran los de antes
Suntuosidad pura resultó ser el palacio de Don Mariano. Con aires de residencia suburbana, su construcción estuvo a cargo de los genoveses Nicolás y José Canale. ¡Y nada tendría que envidiarle a las más prestigiosas edificaciones europeas! Se trató de un palacete de dos pisos, con galería perimetral incluida en la planta baja. Aunque su mayor distinción estaba dada por la presencia de un vistoso mirador; además de la tupida arboleda que lo rodeaba. Con finísimos ejemplares en sus filas, presentaba especies hasta entonces desconocidas en el país; ¡Y también leones de mampostería! Inmejorable entorno para una construcción que redoblaba la apuesta puertas adentro: una escalinata de mármol, aposentos de lujo y salones decorados con valiosas obras de arte se resguardaban tras una señorial fachada. Claro que tan majestuosa obra llevó su tiempo: la inauguración tuvo lugar en 1868; situándose allí la palaciega vida de Miró con su esposa Felisa Dorrego. Sí, nada menos que la sobrina del Coronel Manuel Dorrego, gobernador de la provincia de Buenos Aires que fuera fusilado, para entonces, 40 años atrás.
La venganza será terrible
Todo estaba dado para la buena vida, esa de la que Mariano apenas disfrutó por tres años. Aunque usted no lo crea, Miró fallece en 1871, y desde entonces, la viuda continuó viviendo en el palacio junto a sus sobrinos; aunque también con presencias menos agradables. Es que en 1887 quedó inaugurado, sobre la calle Tucumán y a metros del palacio, el monumento al general Juan Lavalle (cuyo nombre ya había sido otorgado a la Plaza del Parque dos años atrás). ¿De quién estamos hablando? De uno de los primeros granaderos del libertador San Martín. Tras distinguirse en la campaña independentista y subsiguientes guerras civiles, Lavalle se convirtió en el máximo mártir unitario: defendiendo su política centralista, muere por un balazo federal que atraviesa la puerta de su casa, en suelo jujeño. Claro que los federales, pregoneros de las autonomías provinciales, también han tenido su “beatificada” víctima. Nada menos que don Manuel Dorrego, fusilado precisamente por Juan Lavalle en 1828. Así, mientras la fiesta por la inauguración del monumento se extendía en la noche, Felisa nada tenía que festejar: el homenajeado se había cobrado la vida de su tío Manuel; y ahora su imagen se alzaba sobre una columna de 18 metros para hacerse visible desde las alturas del palacio (y de yapa, para evitar posibles daños de rencores políticos). Desde entonces, la viuda cerró todas las ventanas que daban al monumento y hasta clausuró su puerta principal. El hermetismo fue tal, que llegó a creerse que la casa estaba deshabitada.
Final y principio
¿Final de la historia? Claro que no. La Plaza Lavalle sería escenario principal de la llamada Revolución del Parque, allá por julio de 1890. Fueron tres días de revuelta en los que civiles y militares -organizados por la Unión Cívica- se acantonaron en el Parque de Artillería e inmediaciones, manifestando clara oposición al gobierno de Miguel Juárez Celman. Y el suntuoso palacio la ligó de rebote: del mirador vidriado sólo quedó el armazón de hierro; al tiempo que las balas de los Remington causaron destrozos en ventanas y paredes interiores, entre otros daños. Como quien dice, una hecatombe. Pero aún habría tiempo para la reconstrucción, esa a la que Felisa no pudo asistir. Fallecida en 1896, el palacio quedó en manos de la sobrina de Miró, Ernestina Ortiz Basualdo y su esposo, Felipe Lavallol. Nada menos que los anfitriones de una gala inolvidable: tras la restauración a todo trapo, y ostentando las vanguardias del siglo XX, la suntuosa residencia cobijó la noche de festejos del Centenario de Mayo, en 1910. Celebración a la que asistió el Presidente Figueroa Alcorta y hasta la mismísima Infanta Isabel. En otras palabras, la crème de la crème.
Así, el palacio Miró vivió una noche fiel a sus orígenes; aunque su final no correría la misma suerte. La ley de expropiación puso punto final a su historia: en 1937 el edificio demolido para ampliar la Plaza Lavalle y alimentar la ironía de toda su existencia. Esa que ha hecho de este palacio ilustre, un perfecto desaparecido.