Las olas y el viento. Y de pie, el mejor de los reparos ante el frío del mar. Ese fue el parador Ariston. Aquel que supo hacer más feliz a La Feliz, copando la parada en los acantilados del sur. Pues por sobre al descanso y confort, el Ariston invitaba a la admiración de locales y visitantes. ¡Qué no decirle de esta joya de Marcel Breuer! Dos plantas de hormigón con forma de trébol de cuatro hojas (sí, aunque la buena suerte no sería un auspicio), revestidas ellas por una sinuosa fachada de vidrio y todas las comodidades que una bienvivida jornada de playa en Mar del Plata requería. Una perla que, más allá de toda funcionalidad, se erigió como un mojón del modernismo promediando el siglo XX. ¿Gusta de visitarlo en aquellos años mozos?
A papá
Vea usted: confitería, sala de baile y coctelería a pedir de boca y descanso de las clases acomodadas. Aunque con un exotismo que lo hacía diferente a todo distinguido reducto. Pues el secreto del parador Ariston estaba en su diseño. No solo era la mentada forma de trébol de sus plantas; sino la sensación de flotación que ellas ilustraban, pues el vidrioso trébol parecía suspendido en el aire. ¿La fórmula de tal efecto visual? Pues que, precisamente, las columnas que oficiaban de sostén no se veían desde el exterior. De modo que acercarse a los curvos ventanales del Ariston parecía arrojarlo a uno al despojado y vasto paisaje costero. Pavada de diseño que no pudo más que acusar una gran mano maestra: la del arquitecto húngaro Marcel Lajos Breuer. Egresado él de la revolucionaria escuela de arquitectura alemana “Bauhaus”, fue nada menos que alumno de Walter Gropius, alma páter del modernismo arquitectónico. De modo que con su buena influencia a cuestas, y tras un largo peregrinar por diferentes países que comenzó con la llegada de los nazis al poder, fue ya como profesor de la universidad de Harvard (allá por 1937) que se topo con quien lo haría desembarcar por estos pagos: el arquitecto argentino Eduardo Catalano. Para entonces, un alumno ejemplar.
Sube y baja
El caso fue que, diez años después, la vida encontró a profesor y alumno trabajando codo a codo en el otro extremo del continente: la austral Argentina se daría el lujo de contar con sus servicios. Algo que, desde luego, no respondió a azarosas coincidencias. Para entonces, con los ojos del gobierno puestos en enaltecer a Mar del Pata como destino turístico, la FADU (Facultad de Arquitectura, Diseño y Urbanismo) contactó a Catalano para que oficiara de nexo con Breuer, y convencerlo así de proyectar una criatura arquitectónica como solo ellos podían hacerlo. El parador Ariston comenzó así a gestarse como una realidad entre los acantilados de Playa Serena. ¿La premisa? Que se tratara de un edificio único en el mundo. Y vaya si así fue… Desde 1947 y por más de un año, las obras no dieron respiro, incluso, ni al propio Catalano, quien, habiendo contraído matrimonio, decidió pasar su luna de miel en la feliz para no perder de vista a la obra. Sin embargo, no sería otra que la propia sociedad quien acabaría haciendo la vista gorda, empobreciendo el semblante del parador Ariston. Poco a poco, y sobreviviendo como pudo a diferentes coyunturas, se fue adaptando a diferentes funcionalidades que, a fin de cuentas, no daban en el clavo para sostenerlo en pie como merecía. Como su propia impronta reclamaba.
Al rescate
Tras la opulencia de los ’60 y los ’70, mermado la elitista fiebre marplatense, el boom surfer de los ’80 hizo que el parador Ariston se convirtiera el café-bar Bruma y Arena. Pero el subirse a la ola de los surfistas no fue suficiente, ya que, al asomar por entre los acantilados, el acceso del ex Ariston a la playa no era directo. De modo que aquella iniciativa no funcionó como se esperaba. De hecho, ya para finales de década, la llamada Parilla Perico tomo su sitio. Apenas una bocanada de aire, el último aliento antes de la nada. Del tiempo corriendo inútil sobre su superficie, acusando abandono, dejando terreno libre a la erosión, el deterioro, las filtraciones, las tapias que terminaron de lapidar su majestuoso porte. Una agonía que, desde 1993, se prolonga sin muerte certera, a tibios intentos de mantener su memoria latiendo. Así fue como, en el 2019, fue declarado Monumento Nacional. Desde entonces, los relevamientos realizados a cargo de científicas del Conicet resultaron auspiciosos en cuanto a sus posibilidades de recuperación. Las magulladuras no han provocado el knock out definitivo. Y no es de extrañar: la construcción tiene la calidad de sus gestores, la fortaleza y robustez que, aún en su volátil diseño, Breuer y Catalano han impreso en ella.
Así la historia, el parador Ariston podría revertir su triste sin final. Solo que el condicional se pierde en posibilidades sin asomo de concreción. ¿Un museo? ¿Un espacio cultural?, ¿gastronómico, tal vez? Mientras tanto, el parador Ariston espera, resiste. Se niega a hacer polvo la grandeza que lo puso de pie.