Parque Japonés, exotismo y diversión made in Buenos Aires

FOTOTECA

¿Un tren que recorre el monte Fuji? ¿Canoas que desembocan en el taj Mahal? ¿Un teatro romano? Sí, el Parque Japonés fue eso y mucho más.

El siglo XIX daba sus últimas hurras y la veintena asomaba más que prometedora. Tanto así que vaya si pasó a ser una arquitectónica realidad… Y sin escatimar derroche. Definitvamente, eran tiempos pitucos para del norte porteño y su auge aristócrata. Por lo que, entre tanto palacete, el verde también tuvo su distinguido espacio. Sí, Carlos Thays hizo de las suyas en los paseos públicos, pero resulta que un alemán haría lo propio en materia de atracciones. Y con toda la pompa, cómo no. Lagos artificiales, un monte Fuji en versión local y hasta la reproducción de un templo de Tokio fueron de la partida en el increíble Parque japonés. Sí, parque. No confundir con jardín. Pues entretenimiento y exotismo estuvieron a la orden del día para quien, dándose una vuelta por el Paseo de Julio, se quisiera divertir.

Pesos pesados

¿Faraónica? ¿Deslumbrante? ¿Monumental? Adjetivos varios se usaron a la hora de referirse al inminente Parque Japonés, acaso porque menuda era también su tarea: colmar las horas de ocio de la gente “bien”. Claro que los números hablaron por si solos, pues dos millones de pesos fue lo que costó este paraíso del entretenimiento (por cierto, mucho más cercano a buda que al edén cristiano) ¿Vaya cifra para aquel 1911 en que abrió sus puertas, no? Imagine que ese viernes 3 de febrero estuvo presente en su inauguración hasta el mismísimo intendente Anchorena, y que detrás de la obra estuvo otro peso pesado de la escena aristócrata: don Ernesto Tornquist. O, al menos, su solo nombre patentado en la empresa Enresto Tornquist y Cía. ¿Recuerda que, le contamos, el pobre no alcanzó ni siquiera a conocer su residencia marplatense culminada? Bueno, la lista de grandes construcciones bajo su cartel seguirían sucediéndose ya tras su partida, y el Parque Japonés parecía encender la marquesina de su apellido como pocas otras. Con decirle que a la cabeza de los planos estuvo un tal Alfredo Zücker, el alemán que proyectó la neoyorquina catedral de San Patricio, entre otras joyitas. Por lo que vaya imaginando de qué fue la cosa…

Destino Japón

Ubicado Paseo de Julio –actual Alem, en la continuidad de avenida Libertador–, entre Callao y la bajada de la Recoleta –hoy Ayacucho–, lo cierto es que el Parque Japonés no fue concebido por Tornquist y los suyos como un parque de diversiones. Con una importa y propuesta más similar a la del actual Jardín Japonés, la idea inicial le arrimaba más el bochín al hecho hacer del parque un “puente” para con la cultura japonesa: su jardinería, su arte del té, sus templos. Sin embargo, el asunto fue mudando su forma sin perder el exotismo oriental de la mira. A fin de cuentas, sería flor de gancho para una sociedad en la que picaba en punta quien más se embebiera de novedad y excentricismo. Y mire si lo fue que, tras la ceremonia de rigor, al día siguiente se vendieron veinte mil entradas en solo una hora. ¿Fiebre de sábado por la tarde-noche? Espere a saber la cantidad del domingo: cincuenta mil. En resumen extendido, 150 mil visitantes durante la primera semana. De 14 a 02 de la mañana, y con tres accesos disponibles (uno para carruajes y automóviles), el precio de la felicidad era de cincuenta centavos al día y un peso a la noche. Sí, los precios popularizaron la cuestión. Y Japón estuvo más a la mano que nunca.

Junt@s pero no revuelt@s

Lo cierto es que, aunque accesible para tod@s, en el parque Japonés cada cual atendía su juego. Vea usted, la entrada de carruajes y automóviles conectaba con el restaurante del Club Japonés, punto de reunión de las elites y en cuyo comedor de invierno se encontraba nada menos que la reproducción del templo Nikko de Tokio. Mientras que la diversión común recaía en el teatro romano, que con sus 120 columnas tenía una capacidad para 3500 espectadores. Divididas las aguas de clases entre palcos y asientos, unos y otro ojos se posaban sobre la impresionante arena a cielo abierto en que tenían lugar los desfiles de cabalgatas. Aunque la perla mayor no era otra que el Monte Fuji: erigido sobre una base de 150 metros cuadrados, y orillado por las aguas de los lagos artificiales del parque (el Gran Lago y el Lago Menor), la alegría era cosa sacra en su redor.

Diversión alabada

Porque no solo de atracción visual iba la cuestión, el pequeño gran Fuji estaba atravesado por el tendido de rieles de un tren panorámico, cuyo servicio constaba de dos coches cada uno. Sí, sí, una especie de montaña rusa en la que el vértigo y las vistas se extendían en un recorrido de mil metros por ente túneles (¡guarda con los sombreros al ingresar!), cuestas y pendientes. Y aquí no terminaba la historia, porque a la margen del Lago Menor se encontraban las ruinas del Taj Mahal, con tobogán acuático incluido. Y precisamente allí era donde los botes de Water Chute empalmaban con los trenes de Monte Fuji ¿De qué iban estos botes? Ofrecían un recorrido subterráneo de igual longitud que el tren para luego salir lanzados al mentado lago. Como verá, completito, completito. Pero siempre puede haber más. Y en el Parque Japonés, lo había. En medio del Gran Lago, el cual conectaba con el Lago Menos a través de una cascada, se encontraban los quioscos japoneses de las islas de las Geishas: pequeñas construcciones de techos curvos que evocaban la arquitectura tradicional nipona. Una breve navegación en canoa por el Gran lago permitía llegar a ellas y, como en el mismísimo Japón, admirar la imponencia del Monte Fuji.

Chau, chau, adiós

¿Agotad@ ya ante semejante programa? Ni nos diga, que contarle tanta cosa ya nos ha dejado sin aliento. Eso sí, el fuego que se produjo en 1930, a 19 años de su inauguración, vaya si enlutó tanta maravilla en un soplido. Y aunque las causas nunca salieron a la luz, el Parque Japonés volvió al ruedo al año siguiente a modo de parque abierto. Imagine pues, tan venido a menos, que a dos años más tarde el circo romano fue reducido a polvo, demolición mediante. Lo que se dice, el principio del fin. ¿Qué si años más tarde tomó fuerzas y reinauguró con el nombre de Nuevo Parque Japonés? No precisamente. Ocurre que bien cerquita de la Torre Monumental, en el barrio de retiro, hubo quienes procuraron aprovechar las ascuas de fascinación que aún encandecía en los corazones porteños por el parque original. Eso sí, la estructura e instalaciones de este parque nada tenían de japonesas ni, en el último de los casos, de lujosas. Y hasta la ruptura entre Argentina y las fuerzas del eje en 1944, durante la Segunda Guerra Mundial, hizo que debiera cambiar su nombre al de “Parque Retiro”, para ser demolido algunos años más tarde. Eso sí, más de uno recordará, los terrenos del Parque Japonés, alguna vez a la diversión volvieron a llamar: ¿quién no ha oído hablar del Ital Park?

Historias y más historias de esta ciudad en la que bajo cada recorte de tierra, uno y otro pasado no dejan de aflorar. ¿Gusta de pegarse un paseo por el Parque Thays? Quién le dice, a lo mejor, entre el fortachón torso de Fernando Botero y la ligera arboleda, recuerde aún sin haber vivido, la contundencia de la arena romana; la sutileza de las vistas del Fuji como desde las islas de Geishas.