Perdido en la impronta del histórico barrio de Monserrat, el pasaje Belgrano asoma con su discreta fachada sobre la calle Bolívar como quien no quiere la cosa. Pues su mayor tesoro se encuentra reja adentro, allí donde el ayer de una bicentenaria Buenos Aires descansa a resguardo del tiempo y su velocidad. ¿Gusta de ingresar con nosotros?
Pasamanos
De Juan de la Peña a los Álzaga, y de los Álzaga a… Sí, la historia del Pasaje Belgrano es inversamente extensa al trazado de su superficie. Por lo que más vale ir por partes. Corría el año 1868 cuando don Martín de Álzaga compra la propiedad a Juan de la Peña, sucesor de don Victorio de la Peña, primitivo poseedor del terreno. Sólo que la alegría no duró demasiado para el flamante dueño, pues falleció a los dos años de su adquisición. ¿Entonces? La propiedad pasó a manos de su viuda: nada menos que Felicitas Guerrero, ¿la recuerda? Sin embargo, al ser ésta asesinada poco tiempo después, no hubo más herederos que los padres de la víctima. ¿Acaso se trataba de un terreno enyetado? Que no se diga, pues aún habría pasaje para rato.
Habemus pasaje
Lo cierto es que, pasaje, lo que se dice pasaje, el Belgrano no lo fue sino hasta la tutela de los Guerreo. Ocurre que ellos fueron quienes dotaron a la propiedad de su morfología definitiva, ampliando sus dimensiones originales. En 1881 adquirieron una nueva fracción sobre la calle Bolívar; al tiempo que lo propio hicieron con una parcela situada sobre la calle Belgrano, seis años después. De esta manera, la suma de propiedades resultó en un terreno en forma de “L”, con salida por las dos calles en cuestión. Comenzaba entonces a gestarse un nuevo concepto en materia de arquitectura porteña: la galería comercial. ¿Motivos? Ni lentos ni perezosos, los Guerrero decidieron construir un conjunto de viviendas y locales de renta, aquellos en lo que habría de escribirse historia de la linda.
Con las luces de la fama
¿A qué no sabe que viejos conocidos hicieron su paso por aquí? A fines de siglo XIX, la recordada Casa Lepage funcionó en uno de los locales del pasaje. ¡Cuál otra sino la de los mismísimos Henri Lepage y Max Glucksmann! Visionarios si los hubo, no sólo fueron pioneros en la industria del cine nacional; sino que grabaron, por primera vez, a un tal Carlos Gardel. ¿Qué tal? Y la historia no termina allí, pues, en 1891, la primera reunión del Círculo de Cronistas se sucedió en el local de la “Librería Porteña”. Nacía entonces la primera mutual de periodistas de todo el continente. Vaya lujito…
Destino mutante
El caso fue que, tras la muerte de Guerrero padre, el pasaje buscaba nuevo dueño una vez más. La propiedad pasó a manos de Luis B. Supervielle, luego a sus hijas y luego al mejor postor. Fue entonces cuando la empresa de seguros “La Continental” se hizo del conjunto edilicio, allá por el año 1923. Para entonces, el pasaje abarcaba la numeración del 365 al 399, sobre la calle Bolivar; y 501 al 533 sobre la calle Belgrano. Nueve años más tarde, el famoso arquitecto Alejandro Virasoro dotó a la construcción del estilo Art Decó que aún conserva. Sin embargo, los años ’50 llegarían con cambios no del todo constructivos… El terreno no sólo fue dividido en dos; sino que, en 1952, una fracción de la superficie situada sobre la calle Belgrano debió ser demolida. ¿La razón? Las obras de ensanche de la calle en cuestión. De este modo, y ya sobre una Belgrano convertida en avenida, la porción sobreviviente vio erigir sobre sí un edificio de departamentos que interrumpió el pasaje interno.
Reliquia urbana
Sí, el pasaje Belgrano ya no era un pasaje; sino una galería cuyo ingreso se había reducido, para colmo, a la sola calle Bolívar. Sin embargo, el nombre trascendió los años. Más también su valor histórico. De ahí que, tras merodear el abandono y la ruina, el pasaje Belgrano fue adquirido, en 2004, por la familia Cassará. A fines de revalorizar el terreno, los Cassará encargan el proyecto de recuperación a la arquitecta Ana María Carrió. ¿El destino final? Un hotel a ocupar los pisos superiores y un restaurante en la planta baja. Sin embargo, algo modificó los planes. El hallazgo de elementos de arqueología urbana en las profundidades del pasaje obligó a adicionar una nueva pata el conjunto. Por lo que el subsuelo del edificio se destinó a exhibir los objetos rescatados, propios de los siglos XVII, XVII y XIX.
Así la historia, el pasaje que ya no es pasaje sigue invitando transeúntes a bordo. Porque embarcar en él vale tanto la pena como en la infinita Buenos Aires que lo contiene. Esa que, claro está, nunca pero nunca nos deja de sorprender.