Que aventurarse a la polvareda del Antiguo Camino Real no era moco de pavo, ya se lo hemos contado. Que la pulpería del Caballito era “el” alto en el camino por los pagos que hoy llevan su nombre, también. Pero… ¿Y después, qué? Porque el oeste también existe, la pulpería La Blanqueada fue patrón y sota por aquellos lados, haciéndole la gauchada a un@s cuant@s parroquian@s. Del para entonces en gesta barrio de Liniers directo hasta estas líneas, no podemos más que invitarl@ a, por tan históricos lares, pegarse una vueltita. ¡No se quede afuera de la visita!
Por el camino me entretengo
Faena va, faena viene, por el antiguo Camino Real, gauchos y payadores la sudan y se entretienen. Es que antes de convertirse en la calle Rivadavia, allá por 1857, los “fondos” de esta precaria arteria eran más rurales que urbanos. Por lo que meta pastoreo andaba el ganado a la altura del actual Liniers, y no había más horizonte que el que regalaban extensas quintas de verduras, acusando más presencia de clorofila que de sangre humana en sus vastas superficies. Eso sí, ya con apellido propio y apenas un año después de su bautizo, Rivadavia vio trazarse en paralelo los rieles por los que habría de circular el ferrocarril. Un visitante más que llegaba para sumarse al gauchaje a caballo, las carretas y, con el correr de los años, también las diligencias y carretas. Pura paisanada a la que no podía negársele más de una pulpería a la vera. La estación era para entonces no más que un lugar de parada, sin edificio alguno más que los “lecheros”: andenes en los que se descargaban los tarros con leche que llegaban de las afueras de Buenos Aires. Ya para 1872 se instalaron los talleres ferroviarios, tanto para las formaciones de pasajeros como de cargas, y ese mismo año un vecino donó una manzana en la que se levantaría la estación, mojón barrial a lo largo del tiempo. Solo que por aquellas épocas, en la esquina de Rivadavia y José León Suárez, la pulpería La Blanqueada habría de escribir su propia historia.
Todo bicho que camina… ¡es parroquiano de la pulpería!
No, no era ella una más en la barrio. Una de las tantas hijas del trajín al que el Antiguo Camino Real y, luego, la mismísima Rivadavia, habían incitado. Casi que colgando del mapa capitalino, una cuadra antes de la que sería la Avenida de Circunvalación o General Paz, la pulpería La Blanqueada abrió sus puertas en 1876 bien dispuesta a plantar bandera. ¿Una suerte de peaje por aquellos confines? No precisamente, pero sí una especie de destino final antes de cruzar el umbral hacia las zonas de degüelle vacuno y la pampa abierta. Por lo que todo gaucho, tropero o payador que por allí caminase, iba a parar a sus mesas. Rivadavia ya era un camino hecho y derecho, sí. Pero José León Suárez, para entonces llamada Bariloche, era un callejón más bien feúcho, que posteriormente se abrió camino a los mataderos. Claro que la estación situada allí, de frente a su fachada, la convertía en más una invitación a cruzar su puerta; una cita obligada a la que el vasco Miguel Echechiquia daba grata bienvenida.
Palabra de pulpero
Así la historia, la pulpería La Blanqueada se convirtió en el principal punto de reunión de la zona, y con todos los chiches incluidos: artículos de almacén, los tan demandados tarros lecheros, ¿quizá también que monturas para caballo?, y los infaltables servicios de despacho de bebidas y fonda. ¿Qué sino en un pulpería? Un servicio extra que pocas otras: oficina de correo, y hasta entrado el siglo XX. Pero la pulpería La Blanqueada tendría otro as bajo la manga: la del propio vasco Echechiquia dada la confianza y el respeto que inspiraba. Y es que don Miguel comenzó a guardarles los morlacos a quinteros, lecheros y hacendados de la zona, sin más recibo ni comprobante que su fiable palabra. ¿Qué tal? De modo que fue el suyo un incipiente banco por aquellos pagos de Liniers, donde en el que el intercambio comercial impulsado por el ferrocarril había favorecido las ventas de parte de la gente del barrio en diferentes centros urbanos. Por lo que las transacciones estaban a la orden del día, y el pulpero hacía las veces de caja de seguridad para evitar que los billetes fueran y vinieran. Toda una institución el vasco… Porque las palabras no se las llevaba el viento, y acaso tampoco las de esta luz al final del camino que fue La Blanqueada, allí de pie en el meollo del comercio, el transporte y la vida que fulguraba a lo bonzo en el hoy oeste porteño.
Su existencia tuvo cuerda hasta los años ’60, aunque, acompasando al tiempo y sus transformaciones, la pulpería La Blanqueada se reinventó a modo de bar hasta finalmente desaparecer, dando sitio a una zapatería de las tantas que colmaron la cuadra. Sin embargo, entre el run run de rieles, voces, cascos de caballos y cuerdas de guitarras que cobija la memoria de su nombre, aún sigue presente en el más alborotado día a día de Liniers, como una canción que nunca deja de sonar y que siempre invita a pasar.