Una pareja de franceses rescató y aggiornó una legendaria tradición de parroquianos en una casa de San Telmo. Energía solar, música y, claro está, una picadita con el mejor queso.
Por Marina Aizen
Una de las más caras tradiciones de nuestras infinitas pampas, que está inscripta en el ADN de la argentinidad, ha vuelto: la pulpería. Lugar de encuentro parroquiano, sitio para payadores y peleas a cuchillo entre gauchos y gente mal avenida, almacén de ramos generales, despacho de bebidas alcohólicas… Su versión moderna, que acaba de abrirse en San Telmo, omite por supuesto todo rasgo de confrontación sangrienta, pero no se queda chica en sus ansias por convocar poetas que reciten versos que merezcan recordarse o cantores que entonen estrofas con belleza. Todo ocurre en una casa vieja, acaso la más vieja de todas las que hay en la ciudad, que una pareja de franceses, Grégoire y Tatiana, se ocupó de revivir. El lugar tiene un profuso mostrador de madera con las rejas correspondientes, como los libros de historia dictan que las pulpería tienen que tener. Pero, como éste es el siglo XXI, tiene también otro par de cositas: energía solar y eólica, techos verdes… Y, obviamente, buena mercadería, que se puede consumir tanto en el local como online.
La pulpería se llama Quilapán, en homenaje a último cacique mapuche, y aunque sus impulsores sean franceses, es un total homenaje a las costumbres de la provincia de Buenos Aires, sin rastros de acento alguno. Todo empezó cuando la pareja, que apenas merodea los 30, vino a conocer la Argentina con sus mochilas al hombro, después de haber recorrido la India entera de igual manera. Un buen día, Grégoire se preguntó por qué los argentinos no comerían un buen queso después del asado, como lo haría cualquier francés antes del postre, y así se puso a buscar un producto que pudiera satisfacer su exigente paladar. Entonces empezó a rastrear productores por todo el territorio provincial y construyendo una red de gente que hace cosas exquisitas: salames con gusto a roquefort o aceituna, con tocino, quesos curados con delicadeza. Rarezas llegadas de Chivilcoy, Mar del Plata, Mercedes o El Tigre. Sus amigos reaccionaban sorprendidos por la calidad de los quesos, recuerda él. “Eso no existe en Argentina”, le decían. “Sos un boludo: ese queso es de aquí”, les contestaba.
Así que con esa calidad de productos, solo faltaba el lugar para despacharlos. Y en eso encontraron a la venta una casa en Defensa, cuya pared más vieja es de 1770. Antes de que fuera material para demolición, buscaron inversores en Francia para rescatarla. Luego un grupo de arqueólogos se puso a trabajar en ella y encontró rastros de la vida colonial: moneda viejas, botellas, utensilios y hasta sobra de comida que pueden dar pistas del recetario de los primeros porteños. Con todo eso se fue elaborando el concepto que se refleja en la pulpería, que tampoco se priva de ofrecer conciertos de jazz y música clásica.
El lugar es casi un canto a las tradiciones argentina, que busca reproducir un pasado que en la ciudad de Buenos Aires no suele encontrar. Ese amor está reflejado en la selección de artefactos históricos a la estética. Pero, a su vez, Quilapán pretende ser un puente entre el campo y la ciudad, donde los productores puedan vender lo suyo sin intermediarios. Como Grégoire es también un enamorado de la sustentabilidad, la casa es un centro experimental de energías limpias. Separan aguas residuales del baño, juntan agua de lluvia, tiene un colector solar para calentar agua, cocina solar… Y, por supuesto, también payadores que deambulan por allí cuando quieren, así como una gallina que pone huevos azules, entre gallos y medianoche.