Teatro Odeón, con pena y olvido

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Teatro, música, política, literatura…y olvido. Todo ello se dio cita en el Teatro Odeón y su mítico complejo, hoy desaparecido.

Teatro, hotel, confitería y locales comerciales. Inmejorable combo para una Buenos Aires que comenzaba a erigirse como una ciudad mayúscula. ¿Y quién fue el visionario de turno? El alsaciano Emilio Bieckert. Sí, sí, el mismo que gestara la cervecería homónima, y que, con los buenos morlacos obtenidos de la industria cervecera, comprara un terreno en pleno centro porteño: la esquina de Corrientes y Esmeralda, allí donde el Teatro Odeón dejó de ser la utopía de un inmigrante para convertirse en una realidad digna de toda admiración.

De estreno en estreno

El afamado Odeón formó parte de un conjunto edilicio en el que también cobraron vida el Hotel Royal (de dos pisos y con doble entrada: una por Corrientes y otra por Esmeralda), la confitería Royal Keller (ubicada en el “sotano”, tal como o indicaba su nombre, en lengua alemana) y locales comerciales situados en la planta baja. ¿Qué cuánto demoró tamaña obra? Apenas un año. Y ojo que no se trató de una construcción así nomás, no, no. La criatura de Don Bieckert se convirtió en la joyita arquitectónica del momento. El Odeón, con acceso por la calle Esmeralda, fue concebido para albergar 1800 personas, nada menos. Todas ellas distribuidas en platea, cazuela, paraíso y 65 palcos (con sus correspondientes antepalcos, dispuestos en dos galerías); además de los exclusivísimos cuatro palcos avant-scene, dos a cada lado del escenario. Sí, monono por donde se lo viese. Y no era para menos, habida cuenta de la destacada concurrencia de la sala: la crème de la crème porteña. Es el Odeón que estaba destinado a la actuación de compañías dramáticas provenientes del viejo continente: Roma, Milán, Madrid, París…De allí la presencia del Royal, en cuyos aposentos se hospedaran figuras tales como la española María Guerrero y su esposo, Don Fernando Díaz Mendoza, quienes debutaron en las tablas del Odeón con la obra “La niña boba” (apenas el comienzo del largo camino que el teatro español habría de escribir en  suelo porteño). ¿Más estrenos para esta sala estelar? “La Dama de las Camelias”, de Alejandro Dumas hijo (quien marcó la inauguración del teatro), “Dolores”, la ópera de Tomás Bretón (pues el Odeón se jactó de ser, durante muchos años, “el” teatro de cámara de Buenos Aires); “Madame Lynch”, la primera comedia musical argentina; y el filme “La llegada del tren”. ¿Filme? Sí, sí. El 28 de  julio de 1896, a sólo seis meses de su aparición en París, este corto desembarcó en el Odeón para protagonizar la primera exhibición cinematográfica de nuestro país, de la mano de los hermanos Lumière. ¿Recuerda que tres viejos conocidos asistieron a la función? El austríaco Max Glücksmann, el francés Eugenio Py y el Belga Henri Lepage. ¿Quiénes más, si no?

Escenario arriba, sótano abajo

Tan vasta fue la existencia del Odeón, que vaya si ha visto desfilar personalidades por su escenario…y de las más variadas índoles. Teatro, literatura, música, política… Veamos, desde Lola Membrives, Libertad Lamarque y Nini Marshall, por el lado de las damas; hasta Jean Louis Barrault, Vittorio Gassman, y Luigi Pirandello, por el lado de los caballeros. Carlos Gardel, Astor Piazzolla y Osvaldo Pugliese colmaron de tango una sala que también supo vestirse de jazz, junto a Enrique Villegas; sin olvidar que el rock también brilló por su presencia, de la mano de Luis Alberto Spinetta y su Pescado Rabioso. Claro que para las meras palabra (¡y qué palabras!) también hubo sitio: conferencias y discursos memorables han sido de la partida en el Odeón, a manos y voz del Carlos Pellegrini, Leopoldo Lugones, el escritor y periodista italiano Enrico Ferri, el francés Jean Jaurès y su compatriota, Nobel de Literatura, Anatole France…¡el mismísimo Jorge Luis Borges! Claro que el maestro supo tanto de las luces de la escena grande como de la bombita eléctrica que iluminaba suelo abajo. Hablamos del Royal Keller, bar nocturno que tomaba el subsuelo de toda la esquina, y al que se accedía por una escalera situada sobre Corrientes. Allí nada de tragos finos, lo que corría a lo pavote era la cerveza (¿Bieckert, tal vez?), espumoso deleite de la intelectualidad que, noche a noche, se daba cita. Le digo más, los días sábados, mientras algún rimbombante espectáculo acaparaba los aplausos del Odeón, el Keller se alborotaba con la presentación de la “Revista Oral”, de Alberto Hidalgo, aquella a la que nunca faltaba el grupo de vanguardia literaria “Martín Fierro”, en aquellos años de 1925 y 1926. De allí que el para nada pomposo sótano acabase por convertirse en un edén: el “Olimpo de los literatos”, tal y como supo ser rebautizado por el boca a boca de sus concurrentes. Entre ellos, Oliverio Girondo, Leopoldo Marechal, Macedonio Flores, Emilio Pettorutti, Xul Solar y su citado amigo, Jorge Luis Borges, entre otros.

El último Odeón

Claro que el cielo no es eterno, y no lo fue ni para el Royal Keller ni para el propio Odeón. La cosmopolita Buenos Aires, esa cuyas exigencias supo elevar la vara de su sofisticación y modernidad, acabó por diluir su fulgor. Apagado ya el frenesí del Odeón y compañía, el público porteño, tan ávido de novedades, lo condenó a un segundo plano, y, más temprano que tarde, al olvido. Surgieron nuevos teatros, nuevas preferencias, nuevas opciones a la hora de dar rienda suelta al esparcimiento nocturno. Poquito y nada quedó del esplendor inicial, de los tiempos dorados, más que una sala a medio llenar. Siquiera bastó con un intento de resurrección: en 1983, el Odeón cerró sus puertas con vistas a una oportuna remodelación arquitectónica y decorativa; la que también incluyó la actualización de su sistema de luces y sonido. Flamante reapertura tuvo en 1983, con la pieza teatral “Emily”, a cargo de la actriz China Zorrilla, y las buenas parecían regresar a la esquina de Corrientes y Esmeralda. Dos años después, el Odeón fue declarado inmueble protegido, a raíz de su interés cultural y arquitectónico. ¿Fin de las crisis y sus riesgos? Nada de eso. La protección fue revocada, en 1991, por el intendente Carlos Grosso. Ese mismo año, el mítico conjunto edilicio, desafortunada demolición mediante, acabó en polvo.  Posteriormente, una playa de estacionamientos ocupó su solar.

¿Final anunciado para el Odeón? A juzgar por el destino de tantos “gigantes” porteños, así parece. Que la memoria mantenga, entonces, encendidas las luces de sus glorias. Desde estas líneas, esperamos haber contribuido con tan noble causa.

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