En lengua quichua, Tinkunaco significa “encuentro”. ¿El de los dos mundos en tiempos de conquista? Más bien el que, años y años después, despojado ya de violencia, procura la esperanza y la hermandad. Pues, aunque a raigambres distintas, encuentra comunión en cada nuevo fin de año y comienzo del próximo. Desde los pagos riojanos, hoy presentamos una historia y ritual imperecederos a la oxidación del tiempo. Porque la fe desconoce de fronteras, pero también de vencimientos.
La unión hace la paz
La ciudad de La Rioja supo ser en verdad la ciudad de Todos los Santos de la Nueva Rioja, así fundada por el conquistador español Juan Ramírez de Velazco en 1591 sobre suelo diaguita. Y aunque no sin resistencias de por medio, no fue sino hasta el jueves santo de 1593 que los pobladores originarios decidieron levantarse ante la dominación española, atacando nada menos que el fuerte construido dos años atrás. Sin embargo, la levantada quedó en ascuas ante la prédica que el Fray Francisco Solano pronunció para dar sentenciar la paz. Un hecho que culminó con el bautismo de nueve mil indígenas. El puntapié para que la orden jesuita profundizara en aunar desde el sincretismo, por sobre imponer o dominar. Recogiendo el guante de lo ocurrido, aquel “encuentro” que fue el Tinkunaco se convertiría pues en una ceremonia religiosa que incluiría símbolos de la cultura originaria como parte de un ritual católico. Y el teatro se haría presente como principal recurso jesuítico, en tanto las representaciones públicas fueron el modo desde que el profesaban su doctrina: cofradías, cantos y procesiones eran de la partida. Así como en el Tinkunaco de hoy.
Los unos junto a los otros
Que los jesuitas no se la vieron fácil con la Corona española, a tal punto que fueron expulsados, eso ya es historia conocida. Pero que el Tinkunaco habría de triunfar en la comunión pregonada, no tanto. De hecho, corría el año 1880 cuando el clero, ausente de la ceremonia, no pudo suprimirla dadas las manifestaciones populares en su apoyo. Por lo que los inicios del siglo XX lo encontraron siendo parte ella. Y aún hoy, así como los atuendos, los cantos quichuas y las cofradías. La Cofradía de los Aillis (expresión que significa “hombres buenos que acompañan al Inca”) representa a los diaguitas, y se integra por devotos y promesantes del Niño Jesús Alcalde (la imagen con la que el Fray Francisco Solano de acercó a ellos aquel histórico jueves santo). La Cofradía de los alféreces (en alegoría al Alfer u “hombre a caballo” que conquista el suelo americano) representa a los españoles, y está compuesta por devotos y promesantes de San Nicolás de Bari. Así pues, casa 31 de diciembre, parte en procesión de la Iglesia San Francisco de Asís la imagen del Niño Jesús Alcalde, junto a los Aillis. Los párrocos de la orden franciscana acompañan con la imagen de San Francisco Solano, el, intendente, los secretarios y los 12 aspirantes a la cofradía de los Alféreces. Mientras, que desde la Catedral, San Nicolás de Bari es llevado en andas por los Alféreces y el obispo, entre otras autoridades eclesiásticas.
¿Y qué otro destino podrían tener las procesiones sino el encuentro mismo que es el Tinkunaco? Y éste se da a las 12 del mediodía, en la plaza 25 de Mayo, al calor del verano y del fervor popular; de los rezos, la liturgia, la esperanza, la fe, un latido puesto en un mañana mejor, mancomunado, próspero. Para al fin llevar ambas imágenes a la Catedral hasta el día 3 de enero. Para entonces, la primera noche del año ya habrá oído cajas chayeras y cantos en quichua destinados al Niño Jesús Lacalde. Pues aunque los siglos han marcado a la historia y sus pueblos, la unión sigue determinando la presencia, el reconocerse, el ser en comunidad que el Tinkunako, en su más profunda esencia, representa. Y vaya si ello permanece y merece permanecer.