Será cuestión de creer o reventar, pues, en esta Buenos Aires de leyenda, el que no corre vuela. ¿O también aparece? Dicen, que dicen, en el cruce de las avenidas Almirante Brown y Benito Pérez Galdós con la calle Wenceslao Villafañe, los duendes y sus recurrentes apariciones han hecho de las suyas. Tanto así que, no falta quien asevere, gritos, pasos y demás extraños ruidos son audibles aún desde aquellas alturas. ¿Cuáles? Las de la torre fantasma, una legendaria perlita del barrio de La Boca.
Manos a la torre
Todo comenzó cuando una rica estanciera, dueña de campos en el bonaerense partido de Rauch, decide comprar, con fines comerciales, los terrenos de tan peculiar esquina. Aprovechando el crecimiento barrial que, para aquel incipiente siglo XX, auguraba el incesante arribo de inmigrantes, María Luisa Auvert Aranud no tuve mejor idea que proyectar una casa de renta. Dada su descendencia catalana, doña María decidió que el arquitecto encargado imprimiera en la obra la típica estética de su ancestral Catalunya. Así la historia, el año 1908 vio finalizado un bellísimo edificio de tres plantas, rematada su ochava con una torre, la cual constituía el cuarto nivel de la construcción.
Chau, chau, adiós…
El hecho fue que, tras tan esmerado trabajo –y tan magnífico resultado– María Luisa ya no quiso destinar el edificio a la renta; sino que decidió vivir en él. Así fue como lo decoró a gusto y placer, encargándose, incluso, de las plantas, aquellas que trajo desde la mismísima España. Nada raro hasta aquí, de no ser porque en dichas plantas es que se habrían reproducido una suerte de hongos alucinógenos, habitados nada menos que por “follet”. ¿De quiénes hablamos? De unos pequeños y traviesos duendes, aquellos que habrían hecho de la estancia de doña María una verdadera pesadilla. Claro que la muy distinguida señora no iría a partir de su casa aduciendo tan absurdo argumento. Por lo que, según se cuenta, abandonó su morada en medio de un misterioso silencio.
Que pase el que sigue
¿Fin de la historia? Nada de eso. Instalada nuevamente en Rauch, María Luisa devuelve a la casona su originario destino: una vivienda de renta. Por lo que los inquilinos no tardaron en llegar. La pregunta es, ¿quién tuvo la fortuna –o la desventura– de habitar la destacada torre? Clementina, una artista oriunda de Venado Tuerto que había arribado a Buenos Aires para estudiar artes. De modo que la torre no sólo fue su hogar; sino su atelier. Día y noche pasaba allí la buena de Clementina, hasta que por fin le llegó la hora del reconocimiento: una periodista fotografió sus obras para una revista, y, entre pintura y pintura, ¿a qué no sabe quiénes habrían aparecido? ¡Los duendes! Claro que, a decir del boca a boca, a los muy malhumorados no les gustó nada su fama, de modo que, enojados, atormentaron la vida de Clementina, provocando su suicidio.
¿Y ahora, qué me dice? ¿Vio que era cuestión de creer o reventar? Pues de comprobaciones, sin dudas que no va el asunto. La bella casona, su torre y su magnífica impronta son, acaso, lo único tangible en esta historia. A los duendes y compañía, bien les sienta la fantástica memoria de esta querida Buenos Aires; y en el más literal de los sentidos. Porque los fantasmas no existen, pero que los hay…