Un pie en la primera vendimia urbana de Buenos Aires

FOTOTECA

Una cronista se sumó a esta iniciativa a partir de la cual un patio a cielo abierto logró transformarse en una bodega artesanal.

Una cronista se sumó a esta iniciativa a partir de la cual un patio a cielo abierto logró transformarse en una bodega artesanal. 

Por Delfina Krüsemann

Veintiún años atrás, con el estreno de Un paseo por las nubes, quedé maravillada con una de esas escenas inolvidables que cada tanto nos regala Hollywood: llega la época de la vendimia en el viñedo de la familia Aragón; Victoria (la bellísima Aitana Sánchez-Guijón), acompañada por su supuesto marido Paul (un jovencísimo Keanu Reeves), puede participar por primera vez del pisado de la uva porque “ahora es una mujer casada”. En un lagar circular y de madera exquisitamente ubicado en una colina perdida del valle de Napa, Victoria baila y salta sobre un colchón de vides oscuras y pulposas junto a otras mujeres; se levanta hasta la cadera su vestido floreado, sacude la cabeza, sonríe extasiada. A Paul, que hasta ahora miraba desde afuera, lo obligan a unirse a la fiesta y la faena no tarda en convertirse en una “guerra de uvas”; el jugo explota sobre sus ropas, su pelo, sus caras, su piel. Brilla un sol dorado, suena una balada mexicana y quienes miran el espectáculo aplauden encantados.

Después de ver esta película, no creo haber sido la única en determinar que una pisada de uvas bien podría ganarse un lugar en el podio de las fantasías románticas, al menos femeninas. Claro que, viviendo a miles de kilómetros del Valle de Napa e incluso de Mendoza, pasaron los años y la posibilidad de hacerla realidad quedó archivada en algún rincón. Hasta hoy. Porque, con una vendimia urbana y atípica en plena Buenos Aires organizada por Hago Mi Vino, por fin voy a poder desempolvar este anhelo tan pospuesto. La cita es un domingo en la pulpería Quilapán de San Telmo. En la enorme casona de infinitos recovecos en la que funcionan un bar, un almacén y un club social, hoy el patio a cielo abierto se transforma en bodega artesanal. Ni el arranque escandalosamente tempranero para un fin de semana (a las diez de la mañana) ni los nubarrones grises que tapan el cielo amedrentan a las decenas de personas que vamos llegando -la mayoría parejas, pero también algún que otro grupo sub 30 que logró madrugar y la infaltable presencia de un contingente de extranjeros dispuestos a descubrir los secretos del Malbec.

“¡Bienvenidos, parroquianos!”, nos saluda un treintañero de rulos indomables y erre patinada. Es Grégoire Fabre, el simpático francés que se instaló en Buenos Aires para rescatar y reciclar esta laberíntica residencia colonial de techos altos y ladrillo a la vista. Gregoire es técnicamente el dueño del lugar, aunque él prefiere que lo llamen “el Pulpero”. Gracias a su pasión por la cultura y el patrimonio criollos, Quilapán es un arcón de tesoros: además de sus muebles restaurados y ambientación costumbrista, la pulpería ofrece quesos elaborados en Suipacha, cervezas del Chañar de San Luis, salame hecho en Tigre y licor de Algarroba traído del valle de Traslasierra. A esta cuidada selección de productos nacionales, a Gregoire ahora se la metió en la cabeza sumar un vino de la casa, hecho en casa.

“¡Adelante, empiecen que algunos llegaron muy puntuales y ya les llevan ventaja!”, se ríe divertido.

Un escaneo rápido del patio me permite analizar la situación: de las veintitantas mesas dispuestas para la ocasión (cada una numerada y equipada con un cajón de madera que rebalsa de racimos violáceos), la cinco y la veintidós están codo a codo en la competencia por terminar primero el despalillado de un cajón entero, en donde se calcula que puede haber unos dieciséis y diecisiete kilos de uva Malbec traída de Mendoza. Nos acomodamos en la mesa veinte y nos preparamos para el desafío.

Despalillar significa separar las uvas del racimo, seleccionando las buenas y descartando las malas, pero la tarea no es tan sencilla como suena. Diría incluso que es todo un arte identificar las que sirven de las que no, para después poder extraerlas con rapidez sin que la presión que ejerzo haga que se me exploten en la mano. El despalillado, repetido una y otra vez, se hace agotador. Es que la tarea no solo exige destreza física, sino también mental, porque a la acción mecánica se le agrega la concentración necesaria para no mandarse macanas: más de una vez miro el plato en el que estamos juntando las uvas buenas y me encuentro con que una completamente seca, al mejor estilo pasa, se coló en el montón…

El despalillado se extiende por una, dos, casi tres horas. Por momentos, se convierte en una especie de labor meditativa, en la que disfruto estar anclada en un eterno presente. Por otros, no puedo sentir más que un leve pero punzante dolor de cuello, de hombros, de espalda; cada tanto hay que cambiar de posición para no acalambrarse ni entumecerse. Cada vez que completamos un plato entero de uvas buenas, lo llevamos hasta un gigantesco barril azul en donde todos los participantes volcamos el fruto de nuestro trabajo. En todo momento, nos acompaña la música folcórica de fondo.

“¡Terminamos!”, festejan los dos amigos de la mesa veintidós. Una breve inspección confirma que son los ganadores de la competencia. La desilusión no dura mucho, porque enseguida les entregan otro cajón para que sigan ayudando. Es que el verdadero objetivo no es individual sino grupal, y consiste en atiborrar el barril azul de uvas para la pisada comunitaria.

Lleva la fuerza de cuatro hombres levantar el barril y llevarlo hasta la gran batea de metal que, a pesar de sus aires de canoa, hoy oficiará de lagar. Las uvas caen cual catarata y entre todos las “barremos” con las manos para que formen un colchón parejo. Y ahora sí, llegó el momento que todos estábamos esperando.

Soy de las primeras en entrar a la batea; las uvas ejercen un suave masaje en mis pies. “Es como un spa, hay gente que paga por esto”, bromea un hombre de unos cuarenta años. Después se arremanga el pantalón y empieza a patear para todos lados con un ímpetu desmesurado que me lleva a concluir que su niño interno tomó el control absoluto de la situación. Yo, en cambio, empiezo más bien tímida; al principio, es como si estuviera aplastando bolitas de una plastilina viscosa y fría. Al cabo de un buen rato, la masa se va transformando en una sopa de olor ácido: son los jugos y el mosto empezando su aromático coqueteo. Cuando mis pies llegan al fondo, las semillas se me incrustan en las plantas; justamente, la idea de sacarse los zapatos es evitar que la dureza de la suela rompa las pepitas, para que estas no influyan en el sabor del vino.

Cada participante tiene su técnica de pisado. Algunos van bien despacio, para no salpicarse la ropa, o en contados casos porque están más preocupados por lograr la selfie perfecta. Otros hacen como un baile en el que primero el pie dibuja un arco amplio para la derecha, y luego hacia la izquierda. Por mi parte, hacia el final todavía me encuentro acá y allá con esferas de Malbec intactas, lo cual despierta mi lado más obsesivo: no paro hasta asegurarme de que cada una de esas escurridizas sobrevivientes sea estrujada por la presión de mi dedo gordo contra las paredes de la batea.

Más allá de estas diferencias, al cabo de unos diez o quince minutos todos terminamos con los pies igual de pegajosos y morados, pero, sobre todo, compartiendo una sonrisa aniñada. De los cuatrocientos y tantos kilos de uva de los que partimos hoy a la mañana, saldrán unos doscientos litros de vino Malbec patero y artesanal. Durante la próxima semana, habrá que remover el líquido unas dos o tres veces por día, para mezclarlo con el ollejo. Recién después estará listo para ser prensado y guardado. Para que decante, habrá que esperar cuatro o cinco meses; en el ínterin, mediante al menos tres trasiegos, el vino se seguirá limpiando, hasta que por fin pueda ser embotellado y todo esto haya valido la pena.

Vino de la casa

Hago Mi Vino es una “bodega urbana” que intenta rescatar la elaboración de la uva en la ciudad. Junto a la pulpería Quilapán (Defensa 1344, San Telmo), organizó la primera vendimia en Buenos Aires, gracias a la cual la pulpería podrá ofrecer su propio vino de la casa artesanal a partir de agosto. Más datos: hagomivino.webs.com