Las callecitas de Buenos Aires tienen ese qué se yo… Esa mística porteña que esconde un encuentro a la vuelta de cada esquina, una historia, una nostalgia. Una charla de café. Refugio inmaculado de incansables transeúntes, los cafés habrían de convertirse en una verdadera institución. Acaso fue concebido con mucho más auspicio que las comodidades de sus mesitas. Sí, algo debía amarrar a aquel incipiente parroquiano que cruzaba su umbral. Y ese “algo” sería la música… ¿O la sensual figura encargada de reproducirla?
Luz, cámara…
Lejos de la modernidad, siempre habrá a quien se le piante un lagrimón con sólo recordar los viejos tiempos. Esos en los que la tecnología brillaba por su ausencia. Es que allá por 1900 no había mayor resplandecer que el de la tan deseada vitrolera: ama y señora. Novedoso instrumento que reproducía discos de pasta -aquellos de setenta y ocho revoluciones, con un solo tema por faz-. Luciendo una pollera que no alcanzaba sus rodillas, la vitrolera se sentaba al lado del aparato y daba comienzo a la función. Elegía el disco, lo colocaba sobre el plato giratorio y daba vueltas a una manija lateral para activar el mecanismo a cuerda. Para dar comienzo a la música, sólo le restaba quitar el freno del plato y colocar el pickup con la púa de acero sobre el extremo del disco. ¿Eso era todo? Claro que no, sentada en su palco, la inalcanzable diosa en las alturas cruzaba las piernas y enmudecía a todo quien estuviera presente en el café.
El ritual
“La mersa te junaba desde abajo. Tu trabajo era un esgunfio eterno con vitrola. Si en tu noche, tan sola, se daba carambola, enganchabas al punto con biyuya que te llamaba suya por el derecho mishio de unos mangos…” Con la sensualidad a flor de piel, nuestra protagonista era mucho más que la encargada de musicalizar la noche porteña. Y así lo atestiguan los versos de Joaquín Gómez Blas, en el poema lunfardo Vitolera. Es que su aparición en escena convertía a toda circunstancia en una mera excusa para adormilar deseos: el billar, los dados, el dominó… ¿Qué importaba aquello? Las miradas se congelaban en torno a su figura: expectantes por ver algo más allá de su pollera, se consolaban con menos de lo anhelado. La vitrolera era pura insinuación: con aires de indiferencia, solía leer una revista mientras el tango sonaba en el aparato. Aunque a la hora de cambiar el disco, otro era el cantar. La mujer contoneaba sus atributos y daba vuelo a la frondosa e interminable imaginación masculina.
La ñata contra el vidrio
La imaginación para con la mujer de la vitrola no tenía fronteras, aunque la posibilidad de presenciar su ritual reconocía límites. Más precisamente los que imponía el DNI: los jovencitosque se agrupaban en la vereda, deseosos por contemplar a la estrella del café, sólo podían conformarse con alguna miradita de espía. Ya sea al abrirse la puerta o cuando algún parroquiano piadoso corría el cortinado que impedía toda visión externa. Puertas adentro, algunos hombres solicitaban a gritos sus canciones predilectas; mientras que otros le enviaban una tarjeta con el tema musical u orquesta solicitada. Y así corría la noche, tan veloz como la fantasía… Tan abrumadora como el humo de cigarrillo y el vaho de alcohol que invadía el ambiente.
El adiós
Lo cierto es que en la década del 40 el personaje de la vitrolera comenzó a extinguirse. Unos prácticos pero nada sensuales aparatos eléctricos-con discos incorporados- suplantaron la humanidad de la deseada mujer. Tan sólo una moneda de 10 centavos bastaba para hacer funcionar la máquina y dar rienda a la música; aunque el rito de la vitrolera no tenía precio. ¿Qué más decir? Cuando una mujer se va queda un palco vacío. Y una Buenos Aires que sigue escribiendo historias.