Que un suizo de alma gaucha ha emprendido la valiente aventura de marchar desde Buenos Aires hasta Nueva York ya se lo hemos contado. Que lo hizo en compañía de los mejores laderos que todo jinete pampeano puede tener, también. Por eso, los laureles de esta historia no se los ha llevado solo Aimé Tschiffely; sino sus inseparables Mancha y Gato: ese par de criollazos equinos que, a fuerza de amor y testarudez, han cumplido la misión de seguir a su locuaz amo en una histórica travesía continental.
Rudeza criolla
Ya lo había dicho Tschiffely, y a las pruebas pudo remitirse después: la raza criolla tiene aguante. Se lo demostrarían Mancha, de pelaje overo, y Gato, así bautizado a raíz de su pelaje “gateado”. De 15 y 16 años respectivamente, estos equinos conocían ya largo y tendido de hostilidades: habiendo crecido en la inmensidad de la Patagonia, allí donde el clima resulta poco amigable, su doma era asunto de valientes…y pacientes. Aquella fue la receta de don Emilio Solantet, quien compró los caballos al cacique tehuelche Liempichún para llevárselos consigo a su estancia “El Cardal”. Y así fue como Gato y Mancha dejaron las tierras chubutenses para instalarse en pagos bonaerenses. Lo que no imaginaban era que, para entonces, la aventura recién comenzaba. ¿Quién era ese forastero que tocaba la puerta de don Emilio? ¿Un loco? ¿Un aventurero? Quizá todo eso junto. Pero, por sobre todo, un hombre de convicciones firmes: Tschiffely estaba convencidísimo de la fortaleza casi innata que caracterizaba a los caballos criollos. A fin de cuentas, su origen se hallaba en las cruzas de razas traídas a suelo americano por los conquistadores españoles, y había sido durante el fulgor de la conquista y las posteriores guerras de independencia que se habían esparcido por todo el continente, haciendo uso de su rusticidad y rudeza. Y vaya si sabía de ello el bueno de Solanet, criador y propulsor del reconocimiento de la raza; y por tanto miembro fundador de la Asociación de Caballos Criollos de Argentina. De allí que, aunque algo descabellada al principio, la idea de Tschiffely acabó por convencer al estanciero, quien destinó a Mancha y Gato para tal misión. Claro que los muy indóciles no se la hicieron fácil a su nuevo compañero de ruta. ¡Si hasta se oponían a ser ensillados! Aunque, a tozudos, tozudo y medio. Nada impediría que don Aimé se encaminara junto a sus equinos camaradas en busca de la hazaña: la de unir a pura marcha las tres Américas. ¿Qué cuanto patearían durante el periplo? ¡Alrededor de 21.500km! Una bicioca…
Juntos a la par
La vigilia de la partida fue, para Mancha y Gato, en la Sociedad Rural Argentina. Desde donde, el 23 de abril de 1925, comenzaron a desandar un camino digno de todo Record Guiness. Es que no sólo era cuestión de distancias; sino de condiciones: la altura no era moco de pavo, y su punto máximo estuvo dado por los 5900 metros sobre el nivel del mar alcanzados en el paso El Cóndor, entre Potosí Y Chaliapata, Bolivia. Pero los muy duros resistían, frío, calor, humedad, aridez. Los poco más de 45km de marcha diarios, en promedio, no los hacía temer. Y entre tanta hostilidad, la fraternidad para con su líder no se hizo esperar. Claro que Gato no se la ha hecho muy sencilla al pobre Aimé: “Desde los primeros días advertí una real diferencia entre sus personalidades. Mancha era un excelente perro guardián: estaba siempre alerta, desconfiaba de los extraños y no permitía que hombre alguno, aparte de mí mismo, lo montase (…) Gato era un caballo de carácter muy distinto. Fue domado con mayor rapidez que su compañero. Cuando descubrió que los corcovos y todo su repertorio de aviesos recursos para arrojarme al suelo fracasaban, se resignó a su destino y tomó las cosas filosóficamente… “. Y así fue como la feliz convivencia reinó entre los tres camaradas, y la incondicionalidad ganó terreno definitivo: “Mis dos caballos me querían tanto que nunca debí atarlos, y hasta cuando dormía en alguna choza solitaria, sencillamente los dejaba sueltos, seguro de que nunca se alejarían más de algunos metros y de que me aguardarían en la puerta a la mañana siguiente, cuando me saludaban con un cordial relincho.”
Rendirse, jamás
Así planteado el asunto, las dificultades parecían sortearse de modo más sencillo. Aunque bien vale decir que Mancha, Gato y Tschiffely se las han visto fuleras más de una vez. Imagine lo que habrán sido los cruces por la Cordillera de los Andes, con más de 5000m de altura y -18ºC. Y nada de caminos bien marcados eh… ¿Algún terrenito donde campar? Pues ni carpa alcanzó a llevar el suizo, ya que las que se conseguían por aquel entonces resultaban muy pesadas. Claro que el calor extremo también se torna impiadoso. Y luego del frío cordillerano, los cascos de los pobres criollos conocieron la candente arena del trayecto que unía Huarmey con Casma, en Perú, a lo largo de 30 leguas. ¡El termómetro marcaba 52º a la sombra! Sin embargo, nada iría a detener este trío de obstinados. Hasta que, ya en suelo azteca, Gato tiró la toalla. Las coses de una mula que supo llevar atada a su lado le habían herido la rodilla a punto tal de imposibilitar su marcha. Las curaciones que Tschiffely le propició durante un mes no fueron suficientes. Si hasta hubo quien le sugiriera sacrificar a la bestia. ¡De ninguna manera! A través de la embajada argentina, don Aimé envía a Gato por tren al DF y continúa su ruta con Marcha. Eso sí, una vez llegado a la capital mexicana, poco importó el recibimiento de los locales -por cierto, ya anoticiados de las aventuras de este gaucho loco-. El jinete fue derecho al reencuentro de su fiel amigo, a quien abrazó por el cuello. Es más, dicen que dicen, que cuando Gato vio a Mancha lanzó un relincho, de puro contento nomás. Y así siguieron los tres, nuevamente unidos. Solo que la travesía Mexicana se ponía complicada, ya no por obra de la indómita naturaleza; sino por la urbanización. Imposible transitar con dos caballos por las carreteras de Saint Louis, por lo que allí quedó nuevamente Gato, a pasitos de la ansiada meta, y a cuidados de un ricachón muy afecto a los equinos.
Todos los laureles
Faltaba poco, poquísimo, en comparación con lo transitado. Las marquesinas neoyorquinas componían la ilusión óptica que se fijaba en las retinas de Tschiffely y Mancha, hasta que la visión fue realidad. Un 20 de septiembre de 1928. Allí estaba el criollo, desandando la Quinta Avenida con sus cascos polvorientos, llenos de una América que, junto a su amigo Gato y al gran Tschiffely, había logrado conquistar en pleno siglo XX. En el lomo habían quedado más de 1200 días y sus respectivas noches; 20 naciones atravesadas y un derrotero digno de su sangre, de su raza. Criollo y argentino, Mancha se abrió paso con moño celeste y blanco sobre su pecho, la condecoración de una hazaña cumplida. Esa que también reclamaba su merecido y triunfal regreso, ocurrido un 19 de diciembre de 1928: “Ahí están Gato y Mancha. Han sufrido más este regreso por mar, que en el largo e inacabable viaje por tierra. ¡Pobrecitos! Me ofrecieron una pequeña fortuna por ellos en los Estados Unidos, pero no los quise vender. Hay una cuestión de moral que es superior a los dólares. Ellos debían ser también partícipes de este homenaje y el descanso que se merecen, deben tenerlo aquí, en la Argentina” ¿Qué cómo habría de titular el diario Crítica estas declaraciones? “¡Tschiffely: mozo jinetazo, ahijuna!”.
Quedaba entonces un último tramo para los criollos héroes, el del regreso a los pagos de Ayacucho, en la estancia “El Cardal”, donde permanecieron el resto de sus vidas. Mancha y Gato dirían adiós a los 40 y 36 años de edad, respectivamente. Aunque con un pasaje a la inmortalidad bien ganado. Sus cuerpos, hoy embalsamados, pueden visitarse en el Museo de Transportes del Complejo Museográfico Provincial Enrique Udaondo, en la ciudad de Luján. Sí, sí. Recuerda bien, allí donde recaló un famoso Virrey en fuga. Sólo que Gato y Mancha lejos han estado de cobardía alguna. Lo suyo ha sido la valentía, ese designio de sangre criolla que han cumplido con creces.