Pulpería, reducto viejo y querido

FOTOTECA

¿Acaso es posible redimir a la pulpería del despectivo imaginario que la sobrevuela? Haga con nosotros el intento y no se arrepentirá.

Uno, dos, tres, ya… ¿qué es lo primero que se le viene a la cabeza con la palabra pulpería? ¿Tal vez nostalgia? Mojón ineludible del mundo rural, las pulperías parecen evocar una esencia y un espíritu que ya no está (¡he aquí que hayamos decidió rescatarlo!). Como si de una suerte de museo rural se tratase, cuyas anécdotas o realidades resultan comunes para el inconsciente colectivo: riñas, guitarreadas, juego de naipes o tabas, filosos duelos de labia y alcohol a troche y moche. ¡Universo de “vagos y mal entretenidos”! Sí, cómo no. Pero mucho más también. Porque cuando la pampa se hacía inmensa, allí estaba ella, la pulpería: alto de los altos.

Pionera

La pulpería era el único lugar de encuentro para el gaucho que domaba las pampas, luego de andar a cuestas con su soledad durante días y hasta meses. De allí que haya constituido un universo propio, aunque con ejemplares únicos en su tipo, recordados en más de un caso. ¿Sabe usted cuál ha sido una de las primeras pulperías instaladas en suelo nacional? Aquella inaugurada en 1580 por Ana Díaz, una de las mujeres que acompañó a Juan de Garay en su empresa de fundar Buenos Aires. Viuda ella, se cree que oriunda de Paraguay, fue una de las 232 personas a quien Garay benefició con el reparto de tierras. Se le asignó el lote número 87, aquel que ocupaba la para entonces lejana esquina sudoeste de Florida y Corrientes. ¿Qué me cuenta?

Poli rubro

El caso es que para el revolucionado año 1810 existían en la provincia de Buenos Aires (incluida la actual Capital Federal) unas 500 pulperías. Que las hubo urbanas y rurales le hemos contado ya, incluso también volantes. ¿Las recuerda? Y también hubo aquellas que evolucionaron al punto de convertirse en flor de almacenes. Provisionadas hasta los dientes, a ellas acudían los terratenientes no solo para hacerse de indumentaria, alimentos e insumos varios; sino también para incorporar soldados con los que defender sus campos. Y ni le digo si de política iba el asunto: la pulpería era el sitio ideal para que los punteros se hicieran de los votos necesarios. Como verá, era la pulpería un verdadero poli rubro, más no solo de mercancías. Sino de funcionalidades. Todo parecía sucederse, debatirse, decidirse, compartirse, vociferarse y/o susurrarse en las pulperías. Cualquier analogía con los queridos cafés de Buenos Aires no es ninguna coincidencia.

Para todo@s

Así la historia, si algo tenía la pulpería, era frescura. La frescura propia de esa sociabilidad tan casual como espontánea que ella misma generaba. Aunque con una particularidad que muy propia de ella. El acto comercial que era a la vez fin y excusa del acudir a la pulpería, acababa siendo, al mismo tiempo, una suerte de recreo popular. Y de ahí los cruces en ella generados: el crisol social y étnico supo ser caldo de cultivo de roces y tensiones de todas las magnitudes y colores, en tanto la pulpería se presentaba como un espacio común, con “normas” y valores compartidos entre los disímiles personajes que por ella desfilaban. ¿Supo ser, entonces, la pulpería un espacio de comunión? ¿Puede así sacudirse del popular imaginario que más que enaltecerla la condena?

El caso es que los hechos no permitieron ratificar aquello. La prohibición de venta de alcohol a cafés, confiterías, hoteles y demás reductos decretada en 1857 por la municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires limitó a la pulpería a otros rubros. De modo que sus parroquianos comenzaron a reemplazarlas por otros sitios en los que socializar en torno a la bebida y la diversión: los cafés y salones de baile. La vieja y querida pulpería acabó siendo un almacén venido a menos, hasta perecer en su alterada esencia. ¿No cree, pues, que vale la pena recuperarla en su más fiel identidad? Si así también lo siente, ¿qué espera para sumarse a nuestras filas? Entre a nuestros pagos sin golpear y sea parte.

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