Dulce y espeso, como si de caramelo se tratara, este buen mozo de la gastronomía internacional tampoco escatima acidez. Con toda su delicadeza a cuestas, entra de puntillas en cuanta cocina demande su sutil pero inconfundible toque de sabor; su perfumado y vehemente aroma. Lo que se dice, un verdadero caballero del mundillo culinario. Ese en el que lleva larga y tendida trayectoria. Así como lo oye. Aunque resulte un chiche nuevo de muchas alacenas argentas, el aceto balsámico acusa un origen ancestral. ¿Hacia dónde nos remontan sus orígenes? Hacia la Italia de la Edad Media. Región de Emilia-Romaña, para ser más precisos. Ciudad de Módena, para ser exactos. Allí donde el aceto es, aún hoy, una negruzca y refinada pócima de sabor. Diminuta pero poderosa dosis cuya presentación refuerza aquello de que lo bueno viene en frasco chico. Veamos, entonces, de qué va este gigante.
Más que amigos
Mire si será tano hasta la médula, que en lengua italiana la palabra aceto significa vinagre. Aunque… ¿es precisamente un vinagre? ¿Es posible comparar a ambos? Cierta es su familiaridad; aunque no así su filiación directa. El vinagre se obtiene a partir de la fermentación de vinos y sidras -así como de frutas y cereales-. ¿Lo recuerda? El alcohol resultante de tal proceso es quien, mediante una poderosa acción bacteriana, acaba convirtiéndose en ácido acético. En el caso del aceto, dicho proceso es mucho más lento: el mosto -jugo de uvas que constituye la base de su elaboración- es sometido, durante años, a una mínima actividad bacteriológica. De allí que se obtenga un ácido acético mucho más concentrado. ¿Qué mejor, entonces, que bautizarlo como “aceto”? Aunque, a decir verdad, su tratamiento sea digno de un buen vino. ¡Si hasta se lo añeja en barricas de madera! Y su estacionado puede ir desde los tres hasta los doce años. Le digo más, para el exclusivismo aceto de Módena (porque el mejor ejemplo siempre empieza por casa), el reposo no baja de la docena. Por lo que resulta tan buscado como costoso: durante su proceso de producción artesanal se obtienen poco menos de tres litros por cada 100 kilos de uva molida. ¿Qué tal?
En acción
Pues bien, llegada la hora de los bifes…o de la cocina, ¿a qué platos podemos incorporar la potente sutileza del aceto? Siguiendo los pasos del vinagre, y teniendo en cuenta que los vinagres saborizados son -muchas y equivocadas veces- considerados acetos, las ensaladas surgen como su destino más recurrente. Aunque, claro está, no el único. Este gran señor de la gastronomía se lleva bien con las vinagretas. ¿De qué van estas escurridizas preparaciones? Son salsas dignas de buena imaginación, ya que su receta no es absoluta. Tan sólo requiere de un líquido ácido, como el propio aceto, y de uno o más fluidos grasos: aceites, mayonesas y mostazas encabezan las filas del tradicionalismo; aunque el yogur natural también es una variante posible. ¿Y si buscamos un sabor agridulce? Un toque de miel aportará lo propio. ¡Las posibilidades son tan amplias como la inventiva!
¿Y si de platos calientes va el asunto? Bien puede utilizar el aceto en preparaciones salteadas, ya sean a base de vegetales, arroz o, incluso, pasta. Por su parte, las carnes agradecerán el don de potenciar sabores que tiene este aderezo; así como los quesos… ¡y hasta las cremas! Porque a los helados también les dientan bien unas perfumadas gotitas de aceto. Ni hablar de los frutos rojos, quienes elevarán su natural dosis de dulzura y acidez al macerarse en las viscosas aguas de esta genialidad italiana. Otra más en la larga lista de legados culinarios que, desde tierras europeas, han anclado en suelo nacional para abonar y enriquecer nuestra cocina. Paladares argentinos, más que agradecidos.