Amadeo Gras, haciendo la Sudamérica

FOTOTECA

Violoncelo, pintura y daguerrotipo. Trilogía con que el retratista francés Amadeo Gras se hizo la Sudamérica. Súbase a su talentoso periplo.

Asomó al mundo en los franceses pagos de Amiens, allá por 1805. Y, desde entonces, haría carrera al andar. Se formó en la Academia de Bellas Artes de París, donde fue “pollo” de dos de los más destacados retratistas de sus tiempos: Jean-Baptiste Regnault y Auguste Couder. Cuanto le valió para exponer sus trabajos en el Salón de París. Pero como además de buen pulso tenía un afilado oído, también hizo su incursión en la música, llegando, incluso, a ser primer violoncelo de la Ópera capitalina. ¿Acaso había futuro más prometedor para Amadeo Gras que el ya conquistado presente? Claro que sí, y no lo encontraría sino a este lado del Atlántico.

Sueño americano

Menuda carta de presentación aquella con la que arribó a Sudamérica. Pero lo cierto es que Amadeo Gras habría de redoblar su talento, en tanto el suelo austral le proveería sus buenas musas. Así fue como, en su intermitente estancia, pintó cientos de retratos y pinturas históricas. Muy especialmente, en Argentina. Sin embargo, sus primeros pasos por estos tierras los dio de la mano de la música. Corría el mes de junio de 1827 cuando una orquesta italiana hizo su presentación en el teatro Coliseo de Buenos Aires con Amadeo Gras como violonchelista. Fue el aquel el puntapié de su aventura sudamericana, allá por 1827. Y no fue sino hasta 1832 que hizo su segundo arribo. Esta vez, de la mano de otros pintores franceses. Desde entonces, su derrotero no se detendría: Montevideo, Santiago, Lima… además del interior de Argentina. Con alma de trotamundos, tan solo precisaba portar su arte y habilidades consigo: ojo clínico, una precisión de cirujano, percepción casi fotográfica para reproducir con exactitud la imagen a retratar y una marcada habilidad para delimitar los contornos de sus figuras. Póker de ases bajo la manga, o el puño, para Amadeo Gras, lo que lo convirtió en un especialista de referencia en la práctica del retrato, esquivándole a la pintura paisajística y costumbrista tras la que se enfilaron buena parte de los artistas de la época. Por lo que este don, vaya si haría de las suyas pincel mediante.

Que pase el que sigue…

De modo que allí estaba Amadeo, a pedir de boca y necesidad de clientes, por cuanto llegó a pintar más de 2000 retratos por aquí y por allá. En Tucumán retrató al gobernador Alejandro Heredia y familia, así como al senador representante de la provincia en el Congreso de la Confederación: Salustiano Zavalía (ver imagen en galería). Ya en Bolivia, se rindieron a sus dones el mariscal Andrés de Santa Cruz, presidente entre 1829 y 1839, José Mariano Serrano, ex secretario del Congreso de Tucumán y diputado, y Agustín Gamarra, político, militar y presidente de Perú. Mientras en Chile lo aguardaban el presidente Manuel Bulnes y el general mendocino Gerónimo espejo, quien participó en las campañas de don José de San Martín en Chile y Perú, junto Gregorio Las Heras, militar que también integró el ejército de los Andes. ¿Pavada de clientela, no cree? ¡Y no nos vayamos a olvidar de don Justo José de Urquiza!, a quien retrató en Paraná. De hecho, sería en dicha provincia, más precisamente en Gualeguaychú, donde habría de pasar sus últimos años. Y donde, en su primera estancia, concibió uno de sus más afamados retratos: el del comerciante Antonio Rodríguez Roo (ver imagen en galería). Sáquese la galera, nomás…

Multifacético

Claro que Tucumán también habría de ser un destino muy especial para Amadeo Gras, pues, en 1845, nació allí su hija, fruto del matrimonio contraído una década atrás en Montevideo con doña Carmen Baras. De hecho, fue en la capital uruguaya que hizo presentación de una nueva técnica en la que se había ducho gracias a habilidades y conocimientos propios de un retratista, como el encuadre y manejo de la luz: la daguerrotipia. De hecho, fue seis años después de aquella presentación que llegó a la ciudad la primera máquina de daguerrotipos, en 1840. Ocasión por la que Amadeo instala allí un estudio para tomar los retratos en cuestión. Por lo que el año 1846 lo encontró asentado en suelo charrúa, lo que no sólo ratificó su talento sino que le permitió hacerse de una buena moneda. Más no por ello habría de abandonar la pintura. Y así fue como, tras un breve viaje al viejo continente, volvió a instalarse definitivamente en suelo nacional. Previo paso por Buenos Aires, en su finca de Gualeguaychú. Allí montó una exposición de sus obras y siguió con su vieja y buena costumbre: pintar, pintar, pintar. Más despuntando también el vicio del daguerrotipo y, cómo no, su querido violoncelo. El mes de septiembre de 1871 lo encontró diciendo adiós, más a pura cosecha. La de un talento que, lejos de todo recelo, se encargó de germinar por donde pudo.

Así, Amadeo Gras acabó su vida envuelto en cuanto ésta más le dio. Acaso porque él mismo se lo ha dado. Un dar y recibir que no pudo más que culminar en su fantástica obra. Y a la que, desde éstas líneas, apenas si nos hemos asomado.

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