El siglo XVI vio a Europa expandir sus horizontes del otro lado de la frontera. Colonización mediante, la posesión de tierra implicaba la apertura de nuevos recursos; la explotación de productos hasta entonces desconocidos o, al menos, negados en suelo local. Materias primas tales como especias, té, café y tintes exóticos estaban bajo los ojos y la codicia del Viejo Mundo. Y el azúcar no fue la excepción. Solo que a nuestra ya conocida variedad “mascabo” le tocaría esperar su turno. Cuando ni aún era concebida ni conocida como tal, ya era despreciada por su tinte oscuro. Claro, la cocina siempre da revancha. Y los paladares segundas y agradecidas oportunidades.
Plantando bandera(s)
¡Qué no le hemos dicho ya del azúcar mascabo, mascabado o muscovado! Pues la doña tiene numerosos bautizos, aunque un único e inconfundible sabor, obra y gracia de la melaza. ¿Recuerda? De allí lo sutil que resulte a la hora de los postres, dulces y hasta preparaciones saladas. Lo que se dice, un verdadero comodín. Sin embargo, poco hemos hurgado en su origen. Oriunda de la isla Mauricio, el azúcar mascabo se las vio negras en un principio, tanto como su propio tinte. De allí que de las tantas patrias que quisieron plantar bandera en la isla (su estratégica ubicación en ruta a la India hizo que pasara por manos portuguesas, inglesas, holandeses y francesas) no lograran sacarle a la producción azucarera su máximo provecho. La caña fue introducida en Mauricio por colonos holandeses alrededor del 1640, pero el desarrollo del cultivo se produjo de la mano del gobernador francés Mahé de la Bourdonnais, allá por 1743. Es que, por su tinte “morochón”, los holandeses apenas usaron el hasta entonces anónimo mascabo para producir ron. Mientras que los franceses apostaron al negocio del azúcar propiamente dicho.
Sin querer queriendo
Rubia. El caso es que los europeos preferían el azúcar rubia. Por lo que, en las colonias, los productores debían refinar el azúcar obtenido de sus grandes fincas agrícolas para dar con el tan codiciado endulzante blanco. Solo que la reacción de las refinerías locales se haría escuchar. En 1684, las refinerías francesas comenzaron a presionar por una mejor posición en el mercado respecto a las colonias. Así fue como, por ley, se prohibió la creación de nuevas refinerías; al tiempo que se grabaron impuestos por azúcares importadas. De allí que las colonias recurrieran a una práctica poco ortodoxa pero viable económicamente: colocar una capa de arcilla mojada sobre el azúcar, de modo que ésta le quitara la suerte de jarabe (¡ni más ni menos que la melaza!) que le otorgaba tan “chocolatoso” tinte. El resultado era un azúcar muy similar al azúcar refinado, más no refinado al fin. Por lo que, ante los señalamientos a cerca de la dudosa calidad del azúcar y la continua suba de impuestos, las colonias tiraron la toalla. O más bien, recogieron el guante: se enfocaron entonces en la producción de azúcar cruda… Sí, señores. ¡Habemus mascabo!
La resistencia fue ardua, pues, en sus inicios, así como los holandeses afincados en Mauricio usaban el mascabo para la elaboración de ron, el primer destino del azúcar mascabo ya inserta en el circuito comercial no fue otro que la industria de derivados. De hecho, aún en este siglo XXI, ya habiendo desembarcado en preparaciones de todo tipo y conquistado paladares doquier, el azúcar mascabo sigue siendo cosa de pocos. Claro está, el volumen de su producción no se compara con el del azúcar refinado… Pero al menos bien vale vencer las barreras, atreverse a descubrirla con cuanto tiene para ofrecer y endulzar. En la isla Mauricio o en Argentina, el azúcar mascabo ya está entre nosotros. Hágale lugar nomás…