Cafés porteños II, a ciudadanía ganada

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Muestrario de los cambios sociales y urbanos, los cafés porteños fueron mutando a la par que su gente en ellos. ¡Que siga la recorrida!

Que las crisis se pagan, se pagan. Y los cafés porteños tuvieron su propina al respecto. Pues allá por 1930, cuando la sacudida económica hacía temblar sociedades y modelos económicos, los cafés porteños vieron nacer una nueva versión de ellos mismos. La ascendente actividad industrial haría que el trabajador se convirtiera en una figura recurrente por sus salones, pues la instalación de fábricas varias estaba transformando al fin la dinámica cotidiana de las ciudades y sus barrios. Y sí, el cafecito siempre estaba ahí, haciendo el aguante a toda hora. Por lo que vaya si vale, pueda usted darse una vuelta junto a nosotr@s.

Cada 2×4

Imagínese que cuando el bolsillo aprieta, nada de opulencias ni apariencias vanas. Por lo que adiós al afrancesamiento urbano para dar paso a la pura practicidad. ¿Recuerda acaso el racionalismo del Safico o de su vecino Edificio Comega? Pues por ahí vamos. Sumando a dicho estilo arquitectónico el ensanchamiento de avenidas, algo clave para la circulación en una Buenos Aires que crecía toda marcha. Surgen así las avenidas Córdoba, Santa Fe, y cómo no, la mítica Corrientes; aquella que no era calle pero por cuyo asfalto continuaba circulando sangre arrabalera. Es que el tango ya no era asunto de extramuros sino que comenzaba a impregnar la clase media y alta. ¿Y en qué otro lugar habría de hacer pie sino en los cafés? De hecho, ha sido la presentación de cuartetos y conjuntos en los cafés porteños cuanto lo ha popularizado por completo, ya quitándole de encima el karma de su origen prostibulario y pobretón. Y para muestra un botón: el Café de los Angelitos, superviviente pre-crisis que, le hemos contado en la primera parte de esta historia, no jugaba de callado a la hora de la política. Cercano a la Casa del Pueblo del Partido Socialista, era frecuentado por políticos; más también lo sería por tangueros de la talla de Cátulo Castillo y Aníbal Troilo.

Atléticos

¿Qué si el tango era el único actor popular en la sociedad de aquel entonces? Claro que no, pues el deporte empezaba también a tener su buena llegada a las masas. El fútbol nuestro de cada domingo, el boxeo y el automovilismo coparon manteles a la tardecita, por lo que en los cafés porteños comenzaron a aparecer las picadas, el vermut, aperitivos sodeados y tanto más… Casi que una ceremonia en la que cafés como El Banderín, con sus más de 500 bandera y escudos futboleros resultaron ser una suerte de templo. Fundado originalmente como un almacén-bar llamado El Asturiano, no fueron otros que los propios clientes quienes lo convirtieron en una suerte de museo de insignias futboleras. Aníbal Troilo, Ángel Firpo y Adolfo Pedernera, entre tantos, se encargaron de obsequiar los banderines en cuestión, contribuyendo con la identidad del café de sus amores. Claro que si de automovilismo hablamos, La Biela va a la cabeza. Situada en el antiguo solar de una pulpería y posterior Aerobar, dada la frecuente presencia de miembros de la Asociación Civil de Pilotos Argentinos, acabó al fin siendo un reducto de pasión fierrera. A punto tal que allí se daban cita desde el propio Juan Manuel Fangio hasta los hermanos Gálvez. ¿Y qué hay del ring y sus fanáticos? Pues en el Café Margot era que Ringo Bonavena colgaba sus guantes solo por un rato para degustar el plato emblema del lugar: su famoso sándwich de pavita.

Mujeres al salón

¿Recuerda que le contamos, la presencia de mujeres estaba reservada para los “Salones de familia”? Pues resulta que eso habría de cambiar también. Solitas y solas, las mujeres empezarían a ocupar su sitio como quien más en los cafés porteños, en tanto comenzaban a insertarse en el mundo laboral y a ganar mayor visibilidad aún en desventaja en cuanto a derechos respecto a los hombres. Por cuanto su presencia también dio pie a la parición de confiterías, quizá con un ambiente más refinado o distinguido, en el que se servía el clásico té de la media tarde acompañado de pastelería. Así nacieron o se vieron reformuladas confiterías tales como la Ideal, la Richmond, Las Violetas y la Saint Moritz, entre otras. Ésta última, ubicada en Paraguay y Esmeralda, especialmente famosa por sus masas dinas, sus sándwiches de miga y pan dulce para las señoras que quisieran dar broche de oro a sus tardes de paseo por las galerías y tiendas de Santa Fe. Lo propio para la Richmond, ubicada sobre la comercial calle Florida, la cual también tuvo como habitués a los llamados “martinfierristas”: miembros de la publicación Martín Fierro, cuya redacción ubicada en Tucumán y Florida los reunía en la Richmond para cerrar su día de trabajo. Por lo que debates políticos y grupos literarios también fueron de la partida en esta perla desaparecida.

Intelectualidad sobre la mesa

Claro que si de literatura y política compartiendo espacio hablamos, si le sumamos incluso el arte y la intelectualidad en todo su abanico de representantes, a las peñas nos remitimos. ¡Que no le hemos contado ya de la famosísima peña del Café Tortoni! Pero que hubo otras, las hubo. Vea usted, el grupo Boedo (nacido a partir de un concurso literario) organizaba sus peñas en el también desaparecido Café El Japonés, precisamente ubicado en Boedo al 873. Roberto Arlt, Raúl González Tuñón y Homero Manzi, entre otros, eran partícipes de esta peña antagónica a la del grupo Florida en la Richmond, entre cuyos martinfierristas se encontraban Jorge Luis Borges, Oliverio Girondo, Leopoldo Marechal, Norah Lange, Raúl Scalabrini Ortiz y la lista sigue. ¿Hablamos de una suerte de Boca-River o River-Boca? Si bien no hubo nunca conflictos entre ambas peñas, se puede decir que sí, pues la rivalidad estaba presente en base a diferencias geográficas: centro y periferia, ilustración versus barrio y movimiento obrero. Pero la paz reinó ante todo. ¿Qué si nos quedan más cafés porteños de talante intelectual en el tintero? Claro que sí. El Bárbaro bar, fundado en 1969 por Luis Felipe Noé, abrigó el movimiento artístico de la Nueva Figuración que Noé gestó junto a Rómulo Macció, Jorge de La Vega y Ernesto Deira. Por lo que la bohemia sacaba lustre al mostrador de madera y pisos de parquet del Bárbaro. Casi que por contagio, unos años más tarde, allá por los años ’80, el café La Poesía abriría sus puertas para ya no dejar de ser refugio de artistas, músicos y poetas del viejo y querido San Telmo.

 

¿Acaso todo este intercambio, estos encuentros, esta radiografía del ser urbano como ser social ha sido cuanto mayor patrimonio conserven los cafés porteños? ¿Y cuánto en mayor peligro se encuentre? La modernidad, las nuevas formas de vincularse, la mediación de las tecnologías y la predilección de lo ágil, tan afincada a las cadenas de cafeterías estándares en cuanto a sus productos, modos y formas, sin duda han amenazado a los cafés porteños. Justamente a ellos, con tanto recorrido en el lomo que aquí, en modesto resumen, hemos repasado. La figura de los Bares Notables y la Ley 35/98 bajo la que se contemplan fue un salvavidas en medio del naufragio. Más no ha sido suficiente para evitar cierres y desapariciones. De volver a los cafés porteños parece ir también la historia. De mantenerlos vivos a fuerza de presencia. Pues de parroquian@s se hace la pulpería. Y de porteñ@s sus cafés.

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