La Boca del Riachuelo. O la puerta de entrada a quienes, desde diferentes patrias y latitudes habrían de alimentar el ser nacional en su acrisolada gesta. Ese fue el barrio del sur, el de la calle Caminito, cómo no. Más también el de la calle Necochea, acaso aquella que ganó por derecho de traza, por primerear los terrenos bajos y pantanosos del barrio, la fama primera; el constituirse como el rasgo más antiguo de la fisonomía boquense. ¿Gusta recorrerla junto a nosotr@s a través de todos los tiempos?
Ningún caminito
Necochea era el Camino Viejo. A decir de los genoveses que la habitaron, ese grueso de inmigrantes que copó el barrio en aquel epílogo del siglo XIX y comienzos del XX, el Cammín Veggio. Sí, ocurre que La Boca ya era la La Boca aún antes de que la inmigración europea la poblara con su sangre y su impronta. Pues podría decirse que ha sido territorio de recién llegados y perseguidos desde su existencia misma; que en torno a aquello es que se ha forjado, por obra de la geografía que configuró su superficie. De los pajonales y lagunas en los que la población negra se refugiaba para huir de la esclavitud; en los que, junto a demás marginad@s, no le quedó más remedio que habitar tras ser expulsada de la ciudad durante la epidemia de fiebre amarilla. Porque La Boca estaba lejos. Lejos en accesibilidad. Más cerca en cuanto a distancia. Y apenas a orillas del puerto, donde amarraban los buques provenientes de los ríos Paraná y Uruguay, trayendo consigo gente del interior, gente rural que, en suelo boquense, habría de mezclarse con la criollada: almas citadinas que llegaban al barrio por dónde solo por el camino viejo. Aunque desplazada luego por Brown, el camino Real, Necochea fue la arteria viva que comunicaba el barrio con el epicentro urbano.
Perlas de La Boca
Viva, sí, nunca tan bien dicho. Pues Necochea era el eje de la vida comercial del barrio. Más de las actividades non sanctas, también. ¡Qué decirle del piringundín y su juerga sin fin que no le hayamos contado ya! Sí, la errancia y el “pecado” –como también supo apodarse a esta calle– estaban a tiro cuando la luz del sol mermaba y el lamparista encendía la mecha de los faroles nocturnos. Cuando el 2×4 comenzaba a sonar, por sobre todo, en uno de los primeros reductos tangueros que la ciudad acusa: la esquina de Necochea y Suárez, done Ángel Villoldo sacaba lindo lustre a las cuerdas de su guitarra. La gran perla gran de ese collar que fue Necochea, con el que Buenos Aires salía de pura parranda cada noche. Y para muestra, otra mostacilla: la esquina de Necochea y Pinzón, donde el cafetín de “Mascarilla”, tal como se conocía al padre de Juan de Dios Filiberto también tuvo su buena fama. Es que el bueno de Juan de Dios –la pluma del Caminito que el tiempo ha borrado…– asomó al mundo en la mismísima calle Necochea. Como se dice, todo quedaba en familia. ¡Y a pasitos!
Café, café…
Claro que los piringundines tuvieron su cima pero también su barranca abajo, en la medida en que el tango iba experimentando su propia “limpieza”. De modo que los cafés, en nombre de una mayor “decencia”, fueron ganando cada vez más terreno sobre Necochea. Eso sí, a las trifulcas no había con qué darles en pleno auge de compadritos y patotas bravas, por cuanto la noche no siempre terminaba en paz. Pero que de buena música iba el asunto, no había duda. Mucho más si de la mítica esquina de Suárez y Necochea se trataba, en cuyo sudeste abrió sus puertas al Café del Griego. Mejor dicho, el Café de ¿Vardaka o Bardaka? El caso es que contaba éste con un pequeño palco (tomá mate) y la presencia de un trío de piano, violín y bandoneón para deleite de la clientela. Fue allí que debutó ni más ni menos que Francisco Canaro, allá por 1908. Y, como yapa, su encuentro con Eduardo Arolas un año después marcaría el debut del bien llamado “tigre del bandoneón”. Se trató de una noche de garufa, éxito de la fiera en complicidad con Canaro, quien lo auxilió con el pentagrama ya que Arolas no sabía aún escribir las notas. ¡Eso sí que era ser una as de la composición! ¿Otra joyita para la colección? En esa misma esquina tuvo sitio otro café que también tuvo a Arolas en el haber de su historia: el Café Bar La Popular. Así llamado por bella y cándida propietaria, una mujer conocida como “la Popular”. Dicen que dicen, la buena moza fue andaba enamorada del tigre, pero Arolas no se dio por aludido. Lo que se dice, fue el suyo un amor platónico.
Cantinera
Desde finales de la década del 1930 hasta principio de los ’80, Necochea era sinónimo de cantinas. De hecho, así fue conocida en ese tiempo, como “la calle de las cantinas”. Y de que otra manera si no, con sus más de 20 restaurantes, whiskerías y celebradas boites a las que concurrían propios y extraños. Sí, locales y extranjeros. Desde nuestro Sandro de América hasta el franchute Alain Delon. Aunque no solo del espectáculo iba la cosa, sino que la política y el deporte también hicieron buenas migas por allí. Vea usted, desfilaron por las cantinas de la Calle Necochea el enorme Juan Manuel Fangio, estrellitas de planteles varios de Boca Juniors (cercanía obliga), y hasta Alberto J.Armando, sí, “el” presi del club de la ribera, quien sentado a las coloridas y abundantes mesas cantineras supo estar de tú a tú con el mismísimo Pelé. Y si de presis hablamos, con la banda nacional, Arturo Frondizi fue uno de los que no ha querido perderse el convite que era Necochea toda, en dirección al río. Spadavecchia, La Cueva de Zingarela, Marecchiare La Bella Napoli, La Gaviota, Gennarino, All´Italia, Praiano, Il Piccolo Navío, Rímini, La Barca de Bachicha, Sparafucile… La lista es larga. Las cantinas se sucedían unas a otras, a uno y otro lado de la calle, con sus letreros luminosos que atarían como miel a abejas a cientos de comensales cada cual. Eso, sí, como de entrecasa, vio. Con la tanada a flor de mantel: mucho color y sazón, porciones bien cargaditas y baile entre cotillones para cerrar el fiestón (nunca faltaba un buen show) y bajar la morfada: los típicos platitos de picada, la pasta de la abuela y el infaltable gelato como dulce remate, entre otras opciones. Desde las nueve de la noche hasta bien entrada la madrugada, la diversión estaba asegurada. Porque para quien no llegaba primero, el segundo turno y el tercero sí que se hacían esperar en el reloj…
¿Y qué ha quedado de la calle Necochea, de su signo arrabalero, de sus tangos y sus noches; de esas cantinas en las que la vida era, por un par de horas, compartir mesa y alegría. Recuerdos, recortes del abandono que la aplanadora del progreso parece traer consigo casi que de forma inevitable. Nuevos polos gastronómicos más a tono con los nuevos tiempos, las nuevas generaciones… Gusto a poco para todo lo que Necochea ha sabido ser. Para la calle que, desde siempre, ha concentrado el verdadero sabor de La Boca. Desde estas líneas, procuramos al menos, paladeralo junt@s por un rato.