Que Juan Manuel de Rosas era un virtuoso del asado, no es ninguna novedad. Que era un mollejero viejo, se lo hemos confesado ya. Ahora bien, ¿imaginaba, acaso, que quién tuvo el gusto de saborear unas carnes al fuego junto a su gauchaje federal fue nada menos que el mismísimo Charles Darwin? Sí señor@s, porque la historia es un pañuelo, aquí les sentamos a este par a la mesa. Es que el restaurador y el naturalista, sí que se las trajeron…
Sí, mi caudillo
La vuelta al mundo de Charles Darwin no duró precisamente 80 días, a lo Julio Verne. Lo suyo fueron más bien cuatro años. A bordo del navío “Beagle”, de la Marina Real Británica, y abocado a la misión de confeccionar cartas marinas de las costas sudamericanas, nada supo de la comodidad de un hogar entre 1831 y 1836. Y fue allá por agosto de 1833 que el sur argentino asomó como su morada de turno. ¿Patagonia pura y dura? Ni tanto, pues el por entonces naturalista ad honorem recaló en la desembocadura del río Negro. Más precisamente, en Carmen de Patagones. Sí, en la “patita” de la provincia de Buenos Aires. Solo que, para entonces, el asentamiento más austral del continente. Y allí nomás, a cabalgata limpia, el veinteañero de Darwin se topó con el campamento de un aplomadísimo Rosas. Por cierto, en plena campaña desértica: hacer frente a los malones y despejar la región de pobladores originarios. ¿Qué si metía miedo o, cuando menos, seriedad? De seguro que sí. De hecho, Darwin contaba entonces con una carta de recomendación del gobierno de Buenos Aires, aquella que le valió el visto bueno del restaurador. Hubo entonces pase concedido, estancia compartida y camino señalado por las vastas pampas en dirección al Río de la Plata. Cómo no, en compañía de gauchos y soldados rosistas. La aventura por estos pagos recién comenzaba…
Gaucheando
¿Y qué paisajes comenzaban a llenar los ojos de un ultra curioso y detallista Darwin? Estancias y tolderías doquier. Verde a diestra y siniestra, ganado cimarrón. Y dio rienda suelta a la caza haciendo uso de sus habilidades a mano armada. Y se sintió un gaucho más, tal como le escribió a su hermana en una carta: se había convertido en uno de ellos. Tomó mate, fumó unos cigarros y, sí, comió asado. Pero no cualquier asado… Hemos dicho, no era un secreto a voces que los asados de Rosas eran de los mejores. Y a estas alturas, habrá que creer, reventar o más bien echar mano y fe al testimonio de don Darwin, que supo decir, comió aquí la carne más exquisita. “(…) tuvimos de cena ‘carne con cuero, es decir, carne asada con su piel. Es un bocado tan superior a la carne de vaca ordinaria como el venado lo es al cordero. Se puso encima de las brasas un gran trozo circular, sacado del cuarto trasero, con el pellejo hacia abajo en forma de plato, de suerte que no se perdió nada de la sustancia” Y no contento con la ceremonia, hasta confesó en sus líneas: “Si algún respetable regidor de Londres hubiera cenado con nosotros aquella noche ‘carne con cuero’, pronto se habría celebrado en Londres” ¿Imagina, pues?
La ciencia dice que la llegada de Darwin a Punta Alta, en Bahía Blanca, sería un mojón en su historia, uno de esos hechos trascendentes, pues hallaría allí los fósiles que encenderían la mecha de su teoría de la evolución. Por lo pronto, con el camino andado y el asado en su haber, bien habrá comprendido, entre contemporáneos, sí que no hay superioridades. Apenas diferencias de las que siempre es posible aprender.