Mollejas, la vida sabor de Rosas

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Debilidad de Juan Manuel de Rosas, las mollejas marcan distinción desde tiempos históricos. ¿Qué tan común era llevar su sabor a la mesa?

Diva en discordia si las hay a la hora del asado, esa es la molleja. Pues, pretendida con afanes, parece serlo desde tiempos históricos. ¿Sería que los gauchos federales ya sabían de su existencia y cocción? Por si las dudas, el mismísimo Juan Manuel de Rosas lo ha dejado claro. Que en su plato no faltaran las mollejas, ni aun estando ya exiliado. Porque el buen “timo” ante todo, esa glandulita que, entre cervical y tórax, a más de un paladar condujo a la gloria.

Molleja a la orden

Claro que, dicho en criollo, por sobre molleja cervical o torácica, existen la molleja de garganta o corazón. Ambas tiernas, dueñas de un amarillo debilucho, aunque, la segunda, ciertamente más grasosa. ¿Será que para el Restaurador no había diferencia entre tal o cual? Vaya uno a saber. Porque, lejos de menospreciar, Rosas no solamente era un dedicado comensal de asados; sino también un respetable asador. Y aunque su fanatismo por las mollejas se haya ido forjando con los años, es probable que la haya tenido clara desde un principio. El caso es ¿será que las mollejas eran para entonces la selecta concurrente al fuego que es ahora? ¿Será que era solo un lujo de unos pocos, como del propio Juan Manuel? Aunque respuestas se buscan, testimonios no faltan. Como el de Lucio V. Mansilla. ¿Lo recuerda? Sobrino de Rosas, vaya si este muchacho se encargó de dejar su buen repaso por las cocinas de la época. Y en ellas es que metemos nuestras narices.

Para el empacho

Bien decía don Lucio que la luz en las casas era tan poca que la comida polenta del día se servía cerca de las cuatro de la tarde, porque después se venía el ocaso y la noche. Por lo que la pregunta es ¿Qué era entonces del almuerzo? A decir verdad, al mediodía se comía, sí, pero para llegar ligerit@ a la comida de las cuatro, el asunto pasaba por ponerle ganas primera ingesta del día. De modo que el desayuno se presentaba, más bien, como un almuerzo mañanero. Vea usted, imagine nomás saltar de la cama y que en la mesa le aguarde un puchero. Y puchero, puchero eh… Con zapallo, arroz, acelgas, carne de pollo o gallina y hasta papas y choclos si los había. Infaltable el kiveve y también los pasteles que vendías las negras o negros pasteleros de puerta en puerta. ¿Qué me dice? Incluso, si no había puchero, al decir de Mansilla no faltaba platazo que lo reemplazara, como ser el bistec (carne frita en grasa con tomate y cebolla). Y si no había bistec, huevos revueltos y fiambre o chatasca (guiso de charqui). ¿Para bajar tan sencillita ingesta? Café con leche para los grandes y té con leche para los chicos, con algo de pan manteca y mazamorra. Casi como para quedar pipón, pipón.

Carne va…

Tras todo lo dicho, ahora sí entendemos que el almuerzo fuera apenas una probadita. De hecho, en palabras de Mansilla “entre una y otra colación había algún tentempié. Y el mate, va sin decirlo”. Cómo no… No solo por costumbre, sino para que sus yerbas ayudaran a digerir un poco el asunto. De todas maneras, lo cierto es que, hasta aquí, de la molleja ni noticias. Veamos entonces la enumeración de carnes de distinto origen que, comidas afuera, de acuerdo al registro de don Lucio podían consumirse alternativamente: “carne de vaca, de chancho, de carnero, lechones, conejos (…); carne con cuero y matambre arollado; gallinas y pollos, patos caseros y silvestres, gansos, gallinetas y pavas; perdices (…)” Etc, etc. ¡Hasta pichones de lechuza y loro! Por lo que verá, los más o menos pudientes no se privaban de nada. Aunque, sí, las mollejas sigue sin aparecer con todas sus letras, bien dicha. Mucha generalidad, pero poca precisión. La misma que las mollejas requieren a la hora de su cocción.

¿Y si le decimos que tanta comilona no podía sino acompañarse por un viejo amigo de la casa? Sí, el famoso vino Carlón. Aunque dicen que dicen, ya en suelo inglés, a Juan Manuel de Rosas se le daba por las mollejas al champagne. No, no, no. Nada de carne jugosa para el expatriado. Ni del gaucho Carlón dejado de este lado del charco. Lo suyo era finos vinos franceses para acompañar su paladar más que nunca bien afinado. ¿Acaso era la molleja, ya desde entonces, el misterio mejor guardado del asado? Afición de unos pocos y secreto por la historia deschavado.

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