Francia era el más honroso de los espejos, el cristal desde el que verse con las proporciones justas, ideales. Y desde esta orilla, Buenos Aires no dejaba de perfilar sus ángulos, de posar a tono para construir, a partir de dicho reflejo, una identidad propia. Pues, promediando el siglo XX, la luz del faro cultural que era la Torre Eiffel trascender fronteras, y hasta océanos. Sin embargo, la historia de Francia en Argentina comenzó a escribirse en tiempos pretéritos. Mucho antes de que la avenida de Mayo emulara las grandes vías parisinas y de que las mansardas poblaran los horizontes porteños.
Vamos que venimos
¿Y si le decimos que, por estos pagos, la comunidad francesa estuvo a la altura de la italiana y a la española? Aunque difícil de creer dada nuestra afamada raigambre ítalo-española, entre 1831 y 1854 los franceses ocuparon el tercer puesto en el podio de inmigración extranjera. Solo que su afincamiento no fue definitivo, y de allí, pues, la menor descendencia resultante. Así la historia, el retorno a la patria no fue un anhelo pendiente para los franceses, sino que, tras la crisis económica y financiera de 1890 por la que atravesó Argentina y el llamado nacionalista que implicó –a contramano del exilio general– la Primera Guerra Mundial, la cantidad de inmigrantes oriundos del país galo se redujo, invirtiendo entonces la balanza: los que partían eran más que lo que llegaban. Sin embargo, no por ello su presencia habría de pasar desapercibida.
Con la mesa puesta
Cierto es que tras la mentada Primera Guerra Mundial, Argentina volvió a ser el refugio para un buen número de soldados franceses. Y su condición militar no es un dato a pasar por alto, ya que fue precisamente la asociación francesa de ex combatientes el núcleo capaz de imantar a los recién llegados, y a los que habrían de venir: sí, los veteranos de la Segunda Guerra también fueron bien recibidos a ser parte de tal comunión ¿Y adivina en torno a que buena fuerza cohesiva? Como no podía ser de otra manera, la mesa. ¡Y vaya si estaba bien servida! La Soup no solo se convirtió en la reunión de los primeros sábados de cada mes, sino en caldo de cultivo para una frondosa variedad gastronómica que llegaba para quedarse, para hacer eco y propagarse más allá de la comunidad; así como en los años precederos años de la Belle époque porteña lo había hecho.
Pasando menú
¿Y usted, parroquian@? ¿Tal vez gusta de una soupe à l’oignon? Prometemos que, aunque de cebolla, lejos está de la lágrima… ¿O quizá prefiere degustar vol au vent (hojaldre relleno con frutos de mar o mollejas, champignon y pollo)? ¡A que el paté de foie seguro que lo conoce! Sin embargo, una de las delicias de Francia que mejor agarre ha tenido a estas tierras, y a las latinoamericanas en general, es el fricasé. Pues resulta que se trata nada menos que de una suerte de guiso. De allí su permanencia a base de adaptaciones locales… Solo que, bien lejos de osobuco y las patitas de cerdo, su ingrediente base es la carne blanca, sea pavo, pollo o cerdo. De hecho, la introducción del conejo y el cordero ha constituido dos de sus variables más fieles en este sentido, aunque aun diferentes a la original. Eso sí, el “guisado” siempre está, y respetando la particularidad de servir la carne en densa salsa blanca.
La baguette de cada día
Y si de guisos y salsas hablamos, un clásico de los clásicos, adoptado con todo gusto y consenso por los paladares nacionales, es la baguette. Un kilo de harina 0000, 10 a 20 gramos de levadura, 600 centímetros cúbicos de agua, 20 gramos de sal y mucho corazón durante 20 minutos de amasado es todo cuanto se necesita. Como el pan de cada día, la baguette represente tal vez, la más nacionalizada receta francesa, aquella tras la que una larga fila de platos espera, con derecho ganado, la carta de ciudadanía capaz de acercarla a la mesa de l@s argentin@s.
Porque Francia se respira en Argentina no solo a través de su arquitectura y sus monumentos, sino también a través de sus sabores. Desde estos pagos, nobleza y cepa obliga, la invitación a viajar a través de ellos está hecha.