Dos generaciones humanas son precisas para unir el último y primer nuevo vuelo de guacamayo rojo por los cielos argentinos. Y es que tras 150 años en calidad de extinto, sus alas al viento saben a inicio, a nuevo comienzo tras una discontinuidad contra natura. Desde la Fundación Rewilding Argentina, arduo ha sido el trabajo para que le círculo de la vida (de la suya, de ese delgado equilibrio que sostiene a la Tierra y nos sostiene) ya no deje de reiniciarse. ¿Acaso puede haber mejor recompensa?
Orden natural
Con su plumaje rojo, verde y azul, el guacamayo rojo ha sabio habitar, por naturaleza, las selvas del noreste argentino. Y por naturaleza también es que su presencia ha sido por demás necesaria, en tanto constituye un factor fundamental para el funcionamiento de estos hábitats en donde se concentran las dos terceras partes de la biodiversidad faunística y floral del planeta. ¿Motivos? El guacamayo rojo es quien dispersa frutos y semillas de gran tamaño, pertenecientes a variadas especies de árboles nativos. Una tarea que, por siglo y medio de ausencia, han dejado vacante. Pero en retomar aquellos viejos y buenos hábitos es que, de la mano de Rewilding Argentina, andan estas coloridas criaturas voladoras. Las veintitrés que, tras un largo y paciente entrenamiento, han vuelto a la vida silvestre, a la libertad, marcando un hito: nunca antes en Argentina se había reintroducido un ave extinta. Y allá van…
Camino al volar
Este largo camino de recuperación se desarrolló en la provincia de Corrientes, teniendo su inicio en el Centro de Conservación de Fauna Silvestre Aguará (Paso de la Patria) y su feliz y esperanzador desenlace en el portal Cambyertá del Parque Iberá, el portal más al norte del parque. El origen de los guacamayos rojos ha respondido a diferentes cautiverios, aunque con un factor común: la incapacidad para volar. Fueran pichones o adultos, estresados, mal nutridos, con sus plumas dañadas o incluso injertadas, no estaban capacitados para enfrentar la vida silvestre en tanto nunca la habían experimentado. De modo que fue necesario enseñarles a desplegar sus alas y hacer lo que, por su sola condición, nunca debieron haber desaprendido. Distancias cortas en sucesivos vuelos diarios fueron parte del plan, así como el fortalecimiento de su musculatura para que fueran capaces de afrontarlos, además de mantenerlos en ¡alerta” y evitar que bajaran una y otra vez al suelo. Para ello se dispuso de una jaula gigante en medio en plena naturaleza, con árboles en su interior. Una vez allí, breves señales de sonido para que cada guacamayo rojo volara de “posta a posta”, del palo a la percha, de un punto a otro, de vuelo a vuelo. Eso sí, con la recompensa del caso por tamaño esfuerzo, cómo no.
Alzando vuelo
Pero no solo de aprender a volar se trataba, como si poco fuera. Sino de saber alimentarse del medio, sin mano humana de por medio, como nunca lo habían hecho. Así los guacamayos rojos debieron aprender a reconocer los frutos que habrían de encontrar en las selvas. Para lo cual se los proveyó, primeramente, de frutos abiertos durante varios días. Luego de frutos algo cerrados hasta, finalmente, totalmente cerrados, tal como se les presentarían en su vida de aves libres. El portal Cambyretá fue entonces el destino de cada guacamayo rojo autosuficiente, en condiciones de volar y alimentarse, para el pasito final: la presuelta. Con una continuidad mínima de aporte de proteínas, control nutricional y distancias de vuelo de hasta 30 kilómetros. Entonces sí, la libertad. La vida como nunca debió dejar de ser.
Vida para la vida. Tierra para la Tierra. Devolviendo a ella lo que tan simplemente es.