Helado argentino, un aplauso para el repostero

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De raíces italianas y sabor bien argentino, el helado es uno de los niños mimados de los paladares porteños. Calendarios, afuera.

Hay para quienes no es más que una delicia de verano; pero también hay otros para quienes tan fresca dulzura no reconoce calendario. Y no es para menos, pues el helado es una de las tantas ricuras arribadas desde el viejo continente que el argentino ha adoptado como propias. ¿Y por casa cómo andamos?

Hielo, divino tesoro

Si de elaboración propia hablamos, el helado argento no ha podido más que depender del hielo ajeno. Pues no fue hasta mediados de siglo XIX que nuestro país comenzó a fabricarlo. Antes de que aquello fuera posible, el hielo era poco menos que oro en polvo para las tiendas de despacho porteño, ya que se importaba de Inglaterra y Estados Unidos en enormes barras que muy pocos podían costear.

Así, el Café de París, el Café de Las Armas, el Café de Los Catalanes (¿lo recuerda? El más alto competidor del Café de Marco) y el Bar Del Plata fueron quienes primerearon en la venta de bebidas frías. Hasta que un viejo conocido haría posible el sueño del hielo propio. ¿A qué no sabe de quién se trata? El alsaciano Emilio Bieckert que gestara la cervecería homónima, y que, con las buenas monedas obtenidas de la industria cervecera, proyectara el Teatro Odeón. Pero primero lo primero, y de la mano de Bieckert, allá por 1860, Argentina veía abrir las puertas de su primera fábrica de hielo.

Desde Italia, con dulzor

Ya con el hielo entre nosotros, comenzaron a aparecer las primeras heladerías. Aunque luciendo una impronta más propia de confitería que de heladería al paso. De allí que el helado fuera servido como un postre de gran presentación gran, en altas copas de metal y con su “lengüita de gato” a cuestas, una galletita de infaltable presencia para acompañar los sabores de turno.

El hecho es que, para que todo ello fuera posible, no sólo de hielo se necesitó; sino de una mano artesana capaz de concebir tan dulce tentación. Y he aquí donde, una vez más, la tanada que arribara a fines del siglo XIX y principios del XX mucho ha tenido que ver. Cargada de sabrosas y celosas recetas heredadas de sus antepasados, dio pronta rienda a la acción.

Pioneras

Entre aquella gran ola de inmigrantes italianos se encontraba el matrimonio Cocitore, aquel que ingresó a Argentina la primera máquina para fabricar helados. Aunque tampoco debemos olvidarnos de Francesco Saverio Manzo, un muchacho oriundo de Salerno que también daría que hablar en la materia. Y para muestra, un botón. O más vale dos: “El Vesuvio”, creada en 1902 por los Cocitore, y “Saverio”, fundada en 1909 por don Franceso, son las niñas mimadas de la Ciudad de Buenos Aires, pues se trata de heladerías pioneras, aún en funcionamiento con vigente prestigio. Con decirle que “El Vesuvio”, la más antigua de todas en Argentina, ha sido declara sitio de interés cultural por la Legislatura porteña. Porque no cualquiera pasa la barrera de los cien, eh…

A grito helado

Claro que el amor entre el helado y los paladares argentinos no tardó en traspasar las fronteras de las heladerías. Al grito de “Chocolate, bombón, heladoooo…”, los mozos hacían acto de presencia en los intervalos de las funciones de cine, allá por los años ’50. Y si por la calle andaba uno, los heladeros de Laponia, de punta en literal blanco, aglutinaban golosos buscadores de helado en torno a sus carritos. ¡Cómo olvidarnos del Patalín, el Frutidedo o el Esquimal! No me diga nada, está usted aguardando por la frase de rigor. Y una vez más, aquí la tiene: ¡qué tiempos aquellos!

Así la historia, el helado hecho raíces para quedarse. Con todo el sabor de su gen italiano; pero a la manera argentina. ¿O acaso el helado de dulce de leche no es aplaudido por el mundo entero? Dulce delicia y orgullo nacional, el helado argento es lo más grande que hay.