Receloso y temerario, así resultaba ser aquel mundo de trance situado entre aguas. Allí donde confluyen los ríos Paraná y Paraguay, allí donde la vida esperaba por la muerte. Tabú e los tabúes, la Isla del Cerrito era el destino final de todos los leprosos del país. Aquellos que, presos del espanto de su realidad, fueron el escaparate de una realidad excluida; rebelde subsistencia que, sorda del morbo y la curiosidad circundante, ancló dignas historias en el litoral chaqueño.
Multifacética
Sí que ha corrido mucha agua bajo el puente de la historia del Cerrito. Apelando a la pura literalidad, la sedimentaria isla ha amparado a la humanidad del explorador Sebastián Gaboto durante 30 días, fue base de operaciones de la Guerra de la Triple Alianza durante una década y, no por breve menos importante, llegó a ser la capital de la Gobernación de Chaco. Sin embargo, le aguardaría un destino casi sentencial: cuando la lepra arriba a sus orillas, el boca a boca la rebautizaría con el nombre de Isla del Diablo. Y de algo parecido al infierno parecía tratase aquel leprosario que, desde 1939 y bajo la jurisdicción de Corrientes, haría las veces de destino final durante casi una década.
Fronteras
Separada del mundo salubre por las aguas de sus ríos circundantes, el Cerrito fue el sitio perfecto para aislar a los temidos leprosos y evitar toda forma de contacto. ¿Qué si había escape? Sólo aguas adentro: no existía acaso otra comunicación que no fuera la vía fluvial. Por el embarcadero Punta Norte arribaban desde medicamentos y alimentos, hasta los propios enfermos. Desde allí, un tren se disponía a cubrir los 2000 metros a la redonda que abarcaba la llamada colonia de leprosos. Esa que, además de un sanatorio, contaba con la presencia de una panadería, un frigorífico, talleres y carpinterías, una huerta, una usina, una fábrica de hielo, una iglesia cuyas campanadas alcanzaban los oídos de los más absortos navegantes y hasta un crematorio. Es que quienes llegaban a la isla lo hacían para ya no salir. E incluso allí, en aquel sitio ajeno al mundo salubre, había límites. Un cerco perimetral separaba a la colonia de la población presente en el Cerrito: desde fugaces viajantes provenientes del Paraguay o Corrientes en busca de asilo político; hasta trabajadores estables del lugar.
Imaginario colectivo
¿Qué sería de la vida cerco adentro? El imaginario popular era alimentado por el tabú de la lepra. Esa que no ejercía discriminación alguna sobre sus víctimas: desde despojados sociales hasta importantes comerciantes y abogados. Todos ellos unificaban su destino una vez que la progresiva enfermedad tocaba la puerta. El asilamiento de sus familias era inmediato, y el boleto de ida a una de las 60 camas de la colonia -aquellas que fueron creciendo a la par de los infectados- el siguiente paso obligado. Pura pena y lamento eran los recién llegados, hasta que aprendían a echar raíz en aquel nuevo y definitivo mundo…hasta que asumían que, aún desposeídos de su destino, podían colorear su presente junto a quienes compartían sus mismos grises. Acaso había alguna frontera que sí se daban el gusto de atravesar, la de los pabellones que separaban hombres de mujeres. ¡El amor lo hacía posible! Las parejas amenizaban los festejos de primavera al llegar septiembre, inundaban de color las tardes de carnaval y florecían tan robustas como los árboles frutales que los propios enfermos plantaban a la vera de los caminos; esos que aún perfuman la naturaleza del Cerrito.
Nuevos horizontes
Claro que la belleza arbórea de la Isla no ha sido el único legado que aquellas almas han dejado en su paso por allí. Los trabajos realizados en el hospital han servido para avanzar sobre la enfermedad y despejar muchas dudas en torno a este mal. Y si bien tanto médicos como enfermeras eran inmunizados con vacunas (al tiempo que algunas áreas del sanatorio estaban completamente recluidas); la colonia fue cuestionada: el hecho de que no cumpliera con los 50km de distancia que, por ley, debía mantener de toda población sana comenzó a sacudir el avispero. Al punto tal que fue desafectada entre los años ’47 y ’48. Dicen que, para entonces, los enfermos fueron trasladados en carros de asalto a diferentes destinos; y que la oscuridad de la noche fue testigo de las maldiciones que aquellos liberaran sobre dicha tierra ¿Qué fue de la desierta colonia? Tras devenir en Hospital General, el sitio quedó abandonado. Víctima del deterioro que implica todo paso del tiempo, la Isla tendría, sin embargo, su feliz revancha.
Lejos de la ingratitud que viviera durante los años que ofició de tumba viviente, la entonces Isla del Diablo pasó del infierno al cielo. Bajo el nombre de Isla del Sol, esta emblemática porción de tierra comienza a sanar su piel herida hasta convertirse en un verdadero paraíso turístico. Así es como la actual Isla del Cerrito ya nada entiende de cercos y asilamientos, de llegadas sin chance de partida. Las bondades de la pesca, la calma de la naturaleza y los ecos de la historia hacen que, lejos de querer partir, sus visitantes sólo tengan ansias de volver.