“Verde que te quiero verde”, decía el gran García Lorca en su Romance sonámbulo. Sin embargo, al viejo y querido Jacarandá bien le cabe un cambio de ecuación, pues el lila de sus flores es la maravilla natural de las calles y plazas porteñas. Desde plaza de Mayo hasta el Rosedal, pasando por la neurálgica plaza Italia y su vecino Jardín Botánico. Deambulando por la céntrica avenida Callao o las paquetas Libertador y Figueroa Alcorta. El Jacarandá, humilde en los inviernos tras su ordinario follaje verde, se guarda para el epílogo primaveral la más rabiosa y bella de las floraciones.
Maravilla natural
Su nombre de origen tupí significa “fragante”, aunque el olfato sea, tal vez un sentido menor ante la visual que es el jacarandá es capaz de copar. Proveniente de las selvas de montaña propias del noroeste argentino, su adaptación al clima porteño tuvo peculiares implicancias. Vea usted, el jacarandá no pierde las hojas en otoño; sino que lo hace durante la primavera, reservándose así la floración para el epílogo de esta amorosa estación. Será entonces en noviembre (y con mucha menos fuerza, casi imperceptible, en febrero o marzo) cuando sus copas se revistan de pétalos liláceos. Pero allí no termina la maravilla, pues a ello sucede una magia mayor: la caída y tapizado de las calles y veredas, haciendo de ellas verdaderas sendas de fantasía.
Aporteñado
¿Qué a quién debemos la presencia del jacarandá por estos pagos? Al bueno de Carlos Thays, ¿lo recuerda? Director de Parques y Paseos de la ciudad a fines del siglo XIX, Thays procuró una ciudad en constante reverdecer, con especies que florecieran en diferentes momentos del año, cosa de que Buenos Aires nunca quedara a rama seca, sin colores ni aromas. Claro que el francés no era ningún improvisado. Por lo que, amén de los calendarios florales, vio en el Jacarandá una virtud que lo convirtió en habitante ideal de las calles porteñas: su follaje no es abundante; por lo que lejos de estorbar balcones y azoteas se hace amigo de ellas, sintonizando así con las necesidades urbanas. ¡Y también las naturales! Pues hospeda mariposas, además de concentrar en sus flores el néctar del que se alimentan los colibríes. Como verá, una pinturita.
Cuento japonés
Y si el Jacarandá aterrizó en Buenos Aires de la mano de un francés, ¿cómo cree que este buen árbol llegó a la Grandiosa ciudad de México? Por iniciativa de un japonés. Se trató de Tatsugoro Matsumoto, un jardinero imperial oriundo de Tokio, quien fue uno de los primeros inmigrantes japoneses en llegar a México, allá por 1896. Claro que, para entonces, tenía una buena experiencia en su haber: tras haber diseñado jardines en Perú, puso manos a la obra en los jardines de la señorial colonia Roma, en pleno apogeo. Y mire cómo habrá sido el éxito de su labor, que el presidente Porfirio Díaz le solicitó se hiciera cargo del bosque que rodea al histórico castillo de Chapultepec. Así las cosas, y cómodo como en su casa, Matsumoto nunca regresó a Japón: murió en tierra azteca. Aunque su legado, así como el de Thays en Buenos Aires, aún se encuentra de pie.
En las veredas, en las plazas, en los jardines y mucho más. Ya lo decía doña María Elena Walsh: El cielo en la vereda / dibujado está / con espuma y papel de seda / del jacarandá.