Su recetario es el único de la época colonial hallado en Bolivia, y la receta de nuestra famosa empanada salteña –aún sin haber recibido tal bautizo para entonces– ya figuraba entre sus especialidades. ¿La autora? Doña Josepha de Escurrechea, cocinera potosina en cuya cocina –literal y figuradamente– hoy metemos nuestras narices. ¡Y vaya aroma el que se respira!
Ama de cocina
Era Potosí en aquel siglo XVIII la Babel del virreinato del Río de la Plata. Sí, “plata”, en honor a los yacimientos que tan concurrida ciudad guardaba en sus entrañas. Centro neurálgico de la aristocracia española en suelo colonial, también lo fue para don Antonio Escurrechea e Iturburu, caballero de la Orden de Santiago y doña Micaela de Ondarza y Galarza, hija de nobles españoles y oriunda de Potosí. Unidos en matrimonio, ambos concibieron a la criatura que el 20 de octubre de 1736 habría de asomar al mundo para dejar su buena estela en materia gastronómica: María Josepha de Escurrechea, cuya afición por los fogones y las cacerolas la han mantenido buena parte de su niñez junto a sus amas, cocina adentro. Y el caso es que, ya habiendo constituido su propia familia con el Marqués de Santa María de Otavi, dicho ambiente no dejó de ser su predilecto dentro la mansión matrimonial. Refugiada en su enorme cocina, Josepha de Escurrechea dio rienda suelta a su buena mano más también a su imaginación. Allí cocinó recetas de su propia autoría, aquellas que habrían de componer su propio libro de cocina, editado en 1776: nada menos que 180 hojas escritas a mano, enfundadas en artesana encuadernación de cuero. Toda una joyita…
Sello Escurrechea
La pregunta es, ¿de qué iba la cocina de doña Josepha? En la cosmopolita Potosí, y considerando los antepasados de sus padres, cierta era la influencia de la cocina europea antigua; incluso, con algunos características de arrastre medieval. Sin embargo, Escurrechea bien supo incorporar ingredientes locales, los cuales han sentado las bases de la cocina boliviana y de buena parte de Latinoamérica, en tanto se registran en recetarios de los siglos posteriores: mondongo, tamales, humitas, chicha, ajíes, chorizos y hasta la llamada olla potosina (también llamada “cocido”, ni más ni menos que una suerte de guiso) ya formaban parte de sus bondades culinarias. Sin olvidar preparaciones originarias del siglo XIV, cuyos ingredientes han perecido en el desuso y olvido, tales como el ámbar, el azahar (¡bienvenido el pan dulce que aún recurre a pequeñas gotas!) o el almizcle. ¿Y las salteñas? Conocidas entonces como “empanadas de caldo”, le hemos contado ya, incluían ají y papa. Sí, sí, marca registrada de las hoy más afamadas empanadas nacionales, y de doña Josepha de Escurrechea también.
A la mesa…
¿Aceptaría usted esta humilde invitación a un banquete a los Escurrechea? Pues vaya sabiendo que toda bienvenida es con dulces. Y después, sí: los llamados pasteles en fuente o, en su virtud, las viejas y queridas empanadas. ¡Más vale que sean al horno si la ocasión es especial! Pues las empanadas fritas son para el día adía, vio. Asado en olla con sopa bien condimentada para continuar… Y mejor que se halla guardado un lugarcito, pues el mejor de los dulces aún aguarda como postre (para doña Josepha era ley intercalar dulces cada dos o tres platos). ¿El recomendado de la cocinera? ¡Conservas en almíbar! Y chin-chin por tamaña panzada de sabor e historia. ¿Alguna similitud con cuanto ritual pregonamos en la pulpería? Pues ninguna y todas las coincidencias.
Haciendo historia al andar, la cocina Latinoamericana sigue dando que saborear y contar. Así que, entérese usted, desde estas líneas no nos callamos nada. Pues sentarse a la mesa de la historia es de esos placeres a los que nos rehusamos a renunciar. Fallecida en 1821 y aún vigente su legado, doña Josepha de Escurrechea parece que tampoco.