Si acaso pensaba que las pulperías eran cosa de campo, pampa y más, vaya sabiendo que, en la porteña Buenos Aires, las hubo a troche y moche . Sí, señores. La Reina del Plata llegó a ser una de las ciudades coloniales con mayor cantidad de pulperías por habitante. Con decirle que, allá por 1813, llegó a haber un promedio de una cada noventa. ¿Se está preguntando entonces qué hacía de estos sitios un espacio tan concurrido y necesario? Hoy abrimos las puertas de las viejas pulperías porteñas. Pase, vea y encuentre la respuesta.
Dime lo que vendes y te diré quién eres
Para el Cabildo de Buenos Aires, la función de las pulperías porteñas era simple y concisa: venta de provisiones para el abasto de la población. Sin embargo, si es que ya nos ha visitado en nuestros pagos de Defensa 1344, bien sabrá que la cosa es más compleja. Y nadie mejor que los pulperos para darnos la derecha. Pues, para ellos, las pulperías porteñas eran una mezcla de taberna, almacén y tienda. Como se dice, tres en uno; y con un único denominador común: la venta. De aalí que, para entender de que iban las pulperías porteñas, más vale hurgar en sus estanterías. Y he aquí un generoso botón… O cerca de 250. Ésa fue la cantidad de productos registrada entre 1758 y 1824, tras inventariar 38 pulperías porteñas de la época. Desde luego, no todos eran igual de imprescindibles ni tenían la misma salida. Pero que los había, los había. Y respondían a un decenar de rubros.
Hazte fama y échate a beber
¿Imagina, pues, cuál era la gallina de los huevos de oro? Las bebidas, cómo no. Elixir etílico en que los pulperos apostaban la mayor inversión; de lo que se deduce, también, la más contundente renta. Así, pues, el mayor capital de las pulperías porteñas se destinaba a vinos y aguardientes: los preferidos de las clases populares. Medio litro por persona era el nada despreciable promedio de consumo de aguardiente; mientras que el del vino alcanzaba el litro y medio. ¿Recuerda, acaso, quién era el rey de reyes? ¡El viejo y querido vino Carlón! Siempre presente en las estanterías, ya fuera para beber o llevar. A fin de cuentas, hemos dicho, las pulperías porteñas supieron hacer las veces de taberna; más también tuvieron su costado almacenero. Vea usted: azúcar, arroz, hortalizas, legumbres, frutas secas, aceite, vinagre, dulces, pan, quesos, ¡fideos!, pescado, grasa para freír, sal, azafrán y una larga lista de especias constituían una para nada despreciable oferta alimenticia. Menos carne vacuna y pollo, lo que buscaba, allí lo encontraba.
Polirrubro
Taberna, almacén… y también tienda. Así lo aseveraban los pulperos. Y así era, nomás. Pues bebida y alimento no era todo de cuanto vivían las pulperías porteñas. Agujas, alfileres, cintas, botones y una gran variedad de hilos para la dama de aquel entonces; clavos, herramientas, anzuelos y hasta arados para el caballero. ¡Quién dijo que hacían falta mercerías! ¡Mucho menos ferreterías! Y ojo que las pilchas también estaban a la orden del día. Ponchos (de los cordobeses y santiagueños, para todos los gustos), camisas, medias, sombreros y hasta calzones podía usted adquirir allí. ¡Cómo olvidar las chupas de los señoritos franceses! Más tampoco los recados para los gauchos recién llegados. Si hasta cuchillos eran de la partida… ¿Facones? No solamente. Vajilla de uso diario y demás elementos de necesidad cotidiana –como ser velas y candeleros– las pulperías también tenían. Y hablando de fuegos y combustibles, la infaltable leña con que alimentar los fogones de las residencias porteñas estaba disponible para usted. Eso sí, carbón poco y nada. Más caro y menos difundido, era cosa de pudientes. Aunque, a decir verdad, para fifís y devotos también había: artículos de tocador, jabones, peines, peinetas, rosarios… Porque bien valía la buena fama y no echarse a dormir.
Así la historia, a las pulperías porteñas conducían todos los caminos. Sí, también los de los jovencitos que procuraban pirotecnia, los de los trotamundos que buscaban libros de aventuras y, cómo no, los de los populares trovadores que, de la ciudad al campo y del campo a la ciudad, renovaban las cuerdas de sus fatigadas guitarras. Y aunque el tabaco era cosa de estancos, no faltaron pulperías que lo expendieran. Porque si había demanda más valía satisfacerla. Porque si había clientela, había negocio. Así pues, no vaya a creer que nos olvidamos de usted… Al fin y al cabo, no hay pulperías sin parroquianos, y de esa otra historia ya habremos de ocuparnos largo y tendido. Esta pluma continuará…