Toro en la mesa propia

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De la mano de un suizo y un italiano, el vino Toro copó las mesas de antaño. Vida y gloria del gran favorito, un fortachón en vigencia.

¿Alguna vez escuchó aquello de “soplar y hacer botella”? Pues bien, envases aparte, más vale aclarar que el dicho no aplica a todo contenido. Mucho menos, si se trata del vino. Y buena cuenta de ello han dado un par de europeos que se las trajo. ¿Sabe cuánto estuvieron el suizo Bautista Gerónimo Gargantini y el italiano Juan Giol para hacer de las suyas en el mundo vitivinícola? Nada menos que 15 años… Eso sí, el resultado valió el esfuerzo, y con creces. Hoy presentamos la historia del vino que supo ser el preferido de los argentinos: un Toro en la mesa propia.

 

Desde abajo

Vaya uno a saber si, alguna vez, este dúo dinámico soñó con tamaña pegada; pero lo cierto es que, desde su llegada a suelo mendocino en 1880, pusieron ladrillo sobre ladrillo, y sudor del bueno, para concebir la bodega más grande del mundo. ¿Qué si fue fácil? Desde luego que no. Pero la sangre tira… como dicen. Por lo que el bueno de Gerónimo no tuvo mejor idea que apostar los pesos ganados mediante su oficio de albañil al camino transitado por su padre: la elaboración de vinos. Y en los pagos nacionales, a su juego lo llamaban… Así fue como, tras montar un puesto de embutidos y fiambres en el Mercado Central, reunió el capital con el que dar el gran salto. Aunque no lo haría solo. Su concuñado, don Juan Giol, también fue de la partida. Juntos deciden alquilar una pequeña bodega en Maipú, allá por 1890, y con apenas tres toneles buscar la fórmula de la felicidad. Más no fue hasta 1896 que dieron con el sabor adecuado y la calidad esperada. ¿Un vino para paladares finos? ¡Nada de eso! “Un vino hecho por laburantes para laburantes” Más clarito, échele soda.

 

Por una cabeza

De esta manera, la bodega “La Colina de Oro” comenzó a producir a troche y moche. ¿Qué por qué tal bautizo? En honor a la región natal de Gargantini Padre, don Pietro. De allí que sus primeras marcas de vino hayan sido “La Colina” y “Cabeza de Toro”, esta vez, en referencia al escudo del cantón suizo Uri. El caso fue que, más temprano que tarde, los bebedores argentinos comenzaron a pedir tan simplemente por el “Toro”. Y si Toro querían, Toro así, a secas, vaya si tendrían… El éxito fue tal que, allá por 1906, Giol y Gargantini compraron otra bodega. Esta vez, en Rivadavia. Y lo cierto es que aquella tampoco dio abasto. El “Toro” marchaba a toda máquina en las casas, en los bares, en las fondas y en cuanto sitio hubiera una copa vacía. De modo que los propios viñedos comenzaron a resultar insuficientes. De allí que pequeños y medianos productores de uva entraran en danza, de modo tal que fuera posible cubrir la constante demanda.

 

Pum para arriba

¿Imagina, a estas alturas, el escenario en cuestión? ¡Giol y Gargantini se habían convertido en los reyes del vino! Para 1910, año del bicentenario de Mayo, la soceidad llegó a su techo. Con decirle que se producían 43 millones de litros de Toro por año, y de manos e ingenio de 3500 empleados. Menudos números a los que se suman 1000 cubas y toneles y más de 400 operarios. ¿Vio que no era ningún grupo aquello de la bodega más grande del mundo?  Menos mal que la sangre tiró… Y el caso fue que siguió tirando. Tanto, pero tanto, que cinco años más tarde, como quien tiene la satisfacción de la misión cumplida, o el hipo de un buen embriague, este par de nostálgicos decide regresar a su tierra. ¡Suiza e Italia aguardaban del otro lado del charco! Pero la historia habría de continuar de este lado de la orilla.

 

La totalidad de acciones fue vendida al gobierno de la provincia de Mendoza, para luego pasar a  manos de la Federación de Cooperativas Vitivinícolas, la cual promueve un sistema cooperativo que, pequeños productores mediante, sigue acercando el vino Toro a la mesa de todos los argentinos. Porque a las grandes historias, solo les quepan finales felices. Y a los grandes vinos, interminables brindis. ¿Alza la copa con nosotros?