Sin ostentaciones ni corona a la vista, el vino Carlón fue el rey de los paladares populachos. ¿Qué cuánto duró su hegemonía en barricas, vasos y pingüinos? Nada menos que cuatro siglos. ¡Vaya si costó quitarlo del trono! Ya extinguido en los tiempos que corren, tamaño subsistir no ha podio más que dejarnos historia de la buena en la memoria nacional.
Carlón del pueblo
¿Sabía usted que, allá por el 1600, el cultivo de vid era asunto prohibido para las colonias americanas? Pues vaya enterándose que, para entonces, el único buen tinto autorizado a refrescar el garguero era el venido de la mismísima Madre Patria. Eso sí, bueno, bueno, si su escalafón así se lo permitía…Pues, por orden del virrey, tan sólo funcionarios y ricachones podían deleitarse con las bondades de los finísimos vinos procedentes de La Rioja. Para los pobretones, no quedaban más que los baratos vinos de la valenciana localidad de Benicarló. Elaborados a base de uva garnacha y garnacha tintorera, su proceso de fermentación escondía su buena yapa: un extra de mosto concentrado en pos de una mayor preservación y más longeva supervivencia. Como podrá imaginar, se trataba de un tinto fortachón, espeso en la boca, denso como él solo, de un color azulado tan intenso como su sabor y aroma ¿Qué si pegaba? Habida cuenta de sus 15, y hasta 16 grados de alcohol, vaya sacando sus propias conclusiones. En resumidas cuentas, el vino de Bernicarló, Carló para los amigos, aquel que acabaría deviniendo en Carlón, no era cosa de fifís, no, no. Todo lo contrario. Sus características lo enaltecieron, hasta el 1900, como “el vino” de las clases populares.
¿Vino Carlón…? Marche un sifón
Imagínese usted, si así, de guapo, nomás, se le ocurría chantarse, de un sólo trago, un vaso de Carlón. ¡Ni modo de hacerlo! Tanta espesura hacía difícil pasarlo así, puro y de un saque. Era para consumir sorbito a sorbo, y agua o hielo mediante. Eso, hasta la aparición del argentinísimo sifón. Sí, sí, la historia del tinto con soda comenzó de la mano del Carlón y su generoso cuerpo. Ese que, con el correr del tantísimo tiempo que duró su existencia, se hizo amigo de los paladares nacionales. Y la fraternidad fue tal que no hubo pingüino de fonda, cantina o pulpería que se le resistiera. Mire lo que habrá durado el romance (¿obligado? A fin de cuentas, se trató de un amor sin más opción), que Buenos Aires continuó importando vino de Benicarló a lo pavote aún en el siglo XIX. Le digo más, hasta surgió una versión nacional de manos de la región de Cuyo, allí donde el secreto de “longevidad” que el Carlón escondía en su elaboración era, al saber de entonces, un aspecto fundamental. Ocurría que las carretas que transportaban los vinos desde Mendoza hasta Buenos Aires demoraban no menos de dos meses, por lo que la conservación del producto era clave para que arribara a destino en buenas condiciones. Algo de lo que el Carlón sabía largo y tendido.
Crónica de una extinción anunciada
Como usted ya sabe, quien mucho abarca, poco aprieta. Y tanta demanda tuvo el Carlón, que su calidad comenzó, poco a poco, a caer en picada. Allí fue cuando los bodegueros nacionales comenzaron a sacar tajada de la partida, y la importación fue cediendo terreno a la producción nacional. Claro que la expansión de la producción local también abrió el juego a nuevas creaciones cuyanas; por cierto, de una calidad mayor al la del popular Carlón, y sin que el agregado de mosto fuera preciso (hallazgo con el que también ha tenido que ver el paso del tiempo y los respectivos saberes y avances en materia vitivinícola). ¡Viva la variedad! Y los varietales, por supuesto. ¿Acaso olvida que, en pleno auge del Carlón, Don Domingo Faustino Sarmiento introdujo en el país la cepa del Malbec? Así la historia, los paladares argentinos comenzaron a refinarse, y la fidelidad incondicional para con nuestro vino protagonista pasó a mejor vida. Tanto así, que lo propio ocurriría con el mismísimo Carlón .
¿Qué si habrá otro vino capaz de igualar tamaño reinado? A juzgar por los acontecimientos, no caben dudas de que Carlón hubo uno sólo. Aunque a algún que otro nostálgico, luego de leer estas líneas, tal vez se le haya piantado más de un lagrimón.